Aquiles Córdova Morán | 05
mayo de 2016
Tribuna Libre.- En
el mes que acaba de terminar y en los primeros días del que acaba de comenzar,
la Ciudad de México ha vivido jornadas de preocupación y de creciente molestia
a causa de la contaminación ambiental, que ha alcanzado niveles que, según los
expertos, resultan ya peligrosos para la
salud de los habitantes de toda la zona conurbada del Valle de México. A decir
verdad, a mí siempre me ha parecido sospechosa esa determinación matemática
exacta del punto a partir del cual la suciedad del aire comienza a ser
“peligrosa” o “nociva” para las personas, pues pienso que la simple lógica que
subyace siempre al sentido común, diría que si una sustancia x (cianuro de
potasio, pongamos por caso) es veneno para el organismo, lo será siempre en
cualquier cantidad que la ingiramos, y que la diferencia entre consumir poco o
mucho de ella consistirá solo en la gravedad del daño causado, pero siempre
habrá alguno por mínimo que sea. Dicho en pocas palabras: la atmósfera que
respiramos debe estar limpia siempre (al menos lo más limpia que se pueda),
libre de contaminantes nocivos de cualquier tipo y en cualquier cantidad que
sea, y no preocuparnos solo cuando alcanza niveles visiblemente peligrosos.
Pero al margen de
que nos parezca que hay mucho de alharaca demagógica en el escándalo
informativo y en las medidas “de emergencia” que apresuradamente se toman
cuando la contaminación rebasa un punto matemáticamente calculado (como si
respirar porquería por debajo de ese punto fuera alimenticio), lo que por ahora
me interesa más es examinar la eficacia y alcances de esas mismas “medidas de
emergencia”. ¿A qué se constriñen tales medidas? A prohibir a los ciudadanos el
uso de su coche (o de cualquier automotor de combustión interna de su
propiedad), que seguramente adquirieron precisamente para circular en él o como
herramienta de trabajo, con lo cual se viola flagrantemente uno de los
principios básicos, casi sagrados podría decirse, de un régimen políticamente
“democrático” y económicamente autodefinido como “economía de libre empresa” o
“de libre mercado”. Ese principio no es otro que el respeto irrestricto a la
propiedad privada, propiedad que, a su vez, es definida por cualquier “Estado
de derecho” como la libertad de todo propietario para hacer uso y abuso de
cualquier bien de su propiedad, sin más límite que su conveniencia y voluntad
soberana. Y ahora nos salen con que “dice mi mamá que siempre no”, que puesto
que la salud de todos está por encima de cualquier derecho privado, los dueños
de un vehículo automotor solo podrán hacer uso de él cuando el poder público se
los permita.
Muy bien, decimos
nosotros. Pero si eso es así, entonces la medida restrictiva deberá
necesariamente alcanzar a todos aquellos que, de una o de otra manera pero de
modo cierto e indudable, contribuyen a la contaminación del ambiente. Y no es
así. La limitación de la libertad de circular afecta solo (o al menos más
severamente) a los propietarios individuales y aislados, que no tienen, por lo
mismo, ningún poder económico y político para protestar y defenderse contra la
medida; pero prácticamente no toca a los poderosos pulpos del transporte de
pasajeros y de carga, es decir, a quienes poseen cientos y aún miles de unidades
que circulan por todo el país y, por tanto, también en la Ciudad de México, y
que están perfectamente organizados para defender sus intereses de grupo. Aquí
se ubican también, desde luego, los monopolizadores del transporte urbano en
todo el Valle de México. Las unidades de todos ellos, casi todas movidas con
diésel, arrojan gruesos chorros de humo negro por el escape a la vista de
todos, es decir, contaminan ostensiblemente, a ciencia y paciencia de las
autoridades. Lo mismo ocurre con las unidades que prestan servicio al gobierno
de la ciudad, los camiones recolectores de basura y las pipas que reparten agua
o riegan parques y jardines, que son verdaderas chimeneas rodantes que arrojan
enormes cantidades de humo a la atmosfera contaminando horrible e impunemente
el aire que respiran los capitalinos. Para colmo de males, las medidas “de
emergencia”, como lo prueba la situación actual, no atacan el problema a fondo,
no van a la raíz del mismo y, por tanto, no son una solución radical y
permanente; son simples arbitrios improvisados para salir del paso, verdaderos
mejorales para curar un cáncer, razón por la cual podemos estar seguros que el
problema volverá a resurgir en el futuro, solo que corregido y aumentado
drásticamente, tal como está ocurriendo hoy.
Pero el carácter
superficial y paliativo de las medidas no debe ser atribuido a ineptitud,
desidia o ignorancia supina de las autoridades. La verdadera razón para no ir
al fondo del problema y para no adoptar las medidas correspondientes, radica en
que una política de esa envergadura afectaría intereses muy poderosos, con
capacidad suficiente para poner en muy serias dificultades la estabilidad
política y económica del país. Por ejemplo, los expertos ambientalistas
aseguran que más del 90% de los contaminantes de la atmósfera brotan de los
escapes de los automóviles privados, pero no faltan las voces de algunos
conocedores que sospechan que ese cálculo no es todo lo científicamente
imparcial que debiera, y que, más bien, está hecho con la intención de encubrir
a los contaminantes más poderosos, tales como las industrias que queman
combustibles fósiles y las que producen varios tipos de gases tóxicos que
arrojan directamente a la atmósfera. Esto vendría a sumarse a la protección de
los gigantescos pulpos del transporte de pasajeros y de carga.
Pero hay un
responsable mayor del problema al que no se le toca ni con el pensamiento, y
ese es, precisamente, la industria del automóvil y de los automotores en
general. Resulta un verdadero contrasentido quejarse tan estentóreamente de la
contaminación que provoca el automóvil privado y, al mismo tiempo, otorgar
todas las facilidades a las empresas fabricantes de automóviles para que se
instalen en el país; o hacer la vista gorda ante la intensísima campaña de
medios para inducir al ciudadano a adquirir un automóvil (o varios, uno para
cada miembro adulto de la familia, si su economía se lo permite), a crédito o
al contado y, de ese modo, “realizar el sueño de su vida”; o seguir gastando
ingentes cantidades de dinero, que podrían tener un mejor destino, para abrir
nuevas “vías rápidas”, hacer pasos a desnivel, puentes elevados, ampliar calles
y avenidas, y ahora, en el colmo del absurdo, construir carreteras, una sobre
otra, a costos elevadísimos, con tal de que las ciudades den cabida a más y más
automóviles en sus calles. Es también una inequidad flagrante, hacer
responsable al propietario de un coche por la cantidad de contaminantes que
emite, mientras que a los señores fabricantes se les deja en absoluta libertad
para determinar todas las características de su producto, sin ninguna
responsabilidad social.
No hay duda: la
terrible contaminación de la atmósfera que respiran los habitantes de la Ciudad
de México y de prácticamente todas las grandes ciudades del país y del mundo,
es responsabilidad, en última instancia, de los grandes monopolios
capitalistas, cuya preocupación fundamental y casi única es la obtención de la
máxima ganancia a costa de lo que sea, incluida, desde luego, la salud de los
consumidores que, a buen seguro, piensan que no es en absoluto asunto de su
incumbencia. Y no solo la contaminación atmosférica, sino toda la depredación
de los recursos naturales del planeta, que viene de varios siglos atrás y cuyo
próximo agotamiento está haciéndose visible bajo la forma del calentamiento
global, es también fruto del abuso que el capitalismo irracional, el sistema
económico más voraz e inhumano que ha conocido la humanidad en toda su
historia, ha hecho de tales recursos que, en estricto derecho, pertenecen a toda
la humanidad y no solo a un puñado de poderosos monopolios ansiosos de
ganancia. Planteado así el problema, la pregunta obligada es: ¿Podrá algún día
resolverse dentro de los marcos de este mismo sistema? Lo más probable es que
no.