Ciudad de México. | 11 septiembre de 2017
Tribuna Libre.- El pueblo, como de costumbre, se vació
después de las 10 de la noche. En el aire flotaban la humedad de 27 grados
centígrados, la brisa del Océano Pacífico y un silencio espeso, de los que
viven donde no habitan más de 6 mil almas.
Beatriz Gutiérrez llegó a su casa cerca de
las 10:30. Comenzaba a dormirse cuando ladraron los perros.
En la casa donde renta, el profesor Juan
Flores veía una película. Sintió las olas en el suelo mientras aún dormitaba.
“Empecé a escuchar que zumbaba. Yo doy
Geografía. Dije: esto es un terremoto. Empezó a agrietarse el piso, la puerta
se friccionó, ya no se podía abrir. Nos tuvimos que quedar arriba. La tierra se
empezó a abrir”, mencionó.
En menos de dos minutos, San Mateo del Mar,
una población ikoots en el Istmo de Tehuantepec, quedó a oscuras. En las calles
la gente se agrupaba en torno a la luz pálida de las pantallas de los
celulares. Arriba, había luna llena.
“Mi mamá tiene 89 años y vive en el centro.
Dos vecinos me acompañaron. Vi las bardas caídas, la gente en la calle,
temiendo que regresara la réplica. Más tardecito llegó otra vez. Todo eso fue
muy fuerte para nosotros. La gente comenta que nunca les había pasado algo tan
fuerte”, dijo.
Beatriz es maestra de preescolar. Hace años
fue profesora de Fabiola Zaragoza, una chica sonriente, quien hacía trámites
para convertirse en trabajadora social en la Secretaría de Salud cuando la
muerte le alcanzó, la noche del 7 de septiembre.
Fabiola falleció junto a su padre, Artemio
Zaragoza, en vida pescador de camarón -como la mayoría de los hombres de la
comunidad- y su madre, Josefina Hidalgo, ama de casa y vendedora de lo que su
marido traía del mar.
A los tres les cayó encima el techo de su
casa, en la tercera sección del pueblo, una localidad de construcciones bajas y
ladrillos desnudos, en medio de una pequeña península donde colindan el Océano
Pacífico y la Laguna Superior oaxaqueña, 29 kilómetros al este de la refinería
de Salina Cruz.
La cuarta fallecida era también ama de casa y
esposa de otro pescador, Salvador Carraza. La arrolló la barda de un templo
pentecostés. Ninguno de los entrevistados recordó con precisión su nombre.
TODOS
SALÍAN
Como los otros dos testigos, Juan Valdivieso
cuenta por teléfono su tragedia. Dice que el momento más duro sucedió en la
madrugada, cuando algunos vecinos lograron dos rayitas de señal en sus
celulares y se enteraron de que una alerta de tsunami tocaba directamente a San
Mateo.
“La cuestión de ver un tsunami en las
películas crea un temor. Había mucho movimiento de gente. Estuvieron alertando,
el Alcalde estuvo avisando que la gente se saliera de sus casas.
En la madrugada, las réplicas del sismo de
8.2 grados, el más grande en la historia moderna de México, aún sacudían la
tierra”, dijo.
Una fila de luces de automóviles iluminaba el
camino hasta Huazantlán, el pueblo más cercano. Eran los vecinos que evacuaban
en un plan improvisado, movidos por el miedo.
En la cuenta de Facebook del pueblo aún se
leen los mensajes de alerta:
Hay que evacuar paisanos!!! Salgamos a las
partes altas… lo más próximo es a Huazantlán del río. MÁS VALE PREVENIR!!!
No se sabe cuántos salieron de San Mateo la
noche del sismo y la mañana siguiente. Juan Valdivieso contó 80 personas solo
en el albergue de Huilotepec, otra localidad cercana.
EL
PUEBLO OLVIDADO
Han pasado dos días desde que la noticia del
sismo en México recorrió el mundo. En los periódicos y las redes sociales, la
foto de una bandera nacional sobre las ruinas del Ayuntamiento en Juchitán,
Oaxaca, se ha convertido en símbolo de la desgracia.
Hasta allí viajan el Gobernador, el Presidente,
los periodistas, Protección Civil, los voluntarios.
A San Mateo del Mar, 55 kilómetros más al
sur, no llegan las autoridades. Las escuelas están colapsadas, las calles
abiertas y el horizonte es una fila de postes de luz inclinados.
Cuando la tierra se abrió, apenas habían
pasado cuatro días de que el pueblo se convulsionara por la elección
extraordinaria para un nuevo Alcalde.
San Mateo anuló las elecciones del pasado
junio, por irregularidades en el proceso. El domingo 3 de septiembre eligieron
de nuevo. La jornada transcurrió en calma. Al final del día las papeletas
fueron robadas, hubo disparos en el pueblo y dos adolescentes fueron
secuestrados, una de ellos, la hija de un candidato.
Es sábado, 9 de septiembre. Carente de un
gobierno formal, la localidad continúa sin luz. No abrió el mercado y no hay
tortillas. Tampoco agua, que normalmente los habitantes obtienen de los pozos
que cada uno ha construido en los patios de sus casas, porque el pueblo carece
de un sistema de agua por tubería.
Ahora, estos pozos se han hundido, abierto y
contaminado. Los lugareños se debaten entre dejar el agua así o tratar de
sanearla un poco, con cloro y químicos. Las calles perduran como dormitorio
colectivo. Todos temen que una réplica termine por derribar las paredes
agrietadas.
Algunos habitantes, la mayoría maestros de
las escuelas rurales de la comunidad, se reúnen en el centro del pueblo para
enlistar necesidades.
Redactan un boletín pidiendo apoyo solidario.
Les faltan víveres, agua, pan, tortillas, tlayudas. También colchonetas,
cobijas, ropa, petates. Pañales desechables, toallas sanitarias, papel
higiénico. Y muchos medicamentos. Les falta lo mismo que a los otros pueblos,
que sí aparecen en las noticias y en las listas de Trending Topics.
Las cifras oficiales en 2015 ya contaban a
San Mateo como el municipio con mayor marginación en el istmo oaxaqueño. De
cada 10 habitantes, 9 viven en pobreza, 8 no tiene acceso a servicios y 6
sobreviven en pobreza extrema.
Ahora el sentimiento común es el abandono, el
desamparo.
“No han venido. Ni la autoridad estatal, ni
regional. Todos se han centrado en Juchitán. Nos sentimos desplazados. La
desgracia es para todo el Istmo, no nada más para Juchitán. Hay mucho desánimo,
mucha tristeza por las condiciones. Nos preocupa cómo vamos a levantar el
pueblo. Somos una zona de desastre”, dijeron los habitantes.
Juan Valdivieso, también profesor de
primaria, siente que habla por su comunidad. Los que quedan en San Mateo y los
que están durmiendo también a la intemperie en Huazantlán.
Allí, las fotos reflejan la crisis. Cobijas
de cuadros extendidas sobre anchas banquetas. Sobre ellas, niños, mujeres, con
shorts, camisetas y rostros desolados.
Algunos han encontrado asilo en casas de
conocidos. La de una prima de la maestra Beatriz Gutiérrez albergó a 40
personas la noche del viernes. Otros se han organizado para cocinarles. Pero
ellos también deben racionar lo que les queda.
La noche del sábado, 48 horas después de la
tragedia, un camión de la Comisión Federal de Electricidad llegó a revisar la
instalación eléctrica. En muchos latió la esperanza de poder, al menos, cargar
las baterías de sus teléfonos y avisar a sus familiares en otros sitios que han
sobrevivido.
Antes llegaron unos representantes de Salud a
repartir desinfectantes para el agua. La única esperanza actual de recibir
víveres es una camioneta que está viajando desde Xalapa, la capital de
Veracruz, con lo que recolectó una antropóloga que vive allí y algún tiempo fue
vecina de San Mateo.
Este domingo, los vecinos organizan
cuadrillas para censar los daños por su cuenta. El Alcalde ha enviado una carta
a Protección Civil, pidiendo que lleguen, sin muchas esperanzas. Los acompañará
un puñado de representantes de UNICEF, que este sábado se acercaron al pueblo.
Muchos en San Mateo son indígenas que hablan
ombeayüts, una de las lenguas originarias de México, que significa en español
“nuestra voz, nuestra palabra”.
Esto les enseñaba Beatriz Gutiérrez a sus
alumnos en uno de los salones que quedó inservible.
“El lunes vamos a dar clases en la calle,
como una forma de protesta. Porque, supongo, no nos van a atender. O nos van a
querer meter, aprovechando lo que sucedió, los programas de la Reforma
Educativa, que no hemos aceptado porque privatizan la educación. Van a usar
esto para que aceptemos lo que no hemos aceptado”, mencionó.