Tribuna Libre.- El imperialismo es la fase del capitalismo en
la cual la libre competencia ha salido definitivamente de la escena para dejar
el terreno libre a los monopolios. Estos, gracias a su gran poder económico,
elevan la producción de bienes y servicios a niveles nunca antes vistos en la
historia de la sociedad, y en un tiempo record, logran satisfacer y rebasar la
demanda de bienes y servicios de la población de su país. A partir de este
momento, se genera un excedente que crece a cada día y que obliga a buscar mercados
más allá de las fronteras nacionales.
La expansión comercial de los monopolios
permite a sus dueños acumular grandes volúmenes de recursos que no pueden
permanecer ociosos sin correr el riesgo de desaparecer, de consumirse
improductivamente; además, permite alimentar y fortalecer al capital
financiero, a los grandes trusts y cárteles bancarios. Tanto las inversiones
productivas como el capital financiero generador de intereses, presentan
entonces la necesidad de conquistar nuevos mercados para su aplicación, y
empujan al imperialismo a la conquista y dominación de la mayor cantidad de
territorios, cercanos y lejanos, que le sea posible. Esta es la razón de por
qué el imperialismo tiene necesariamente que seguir, desde su origen, una
política exterior de colonización, de dominio económico y político sobre países
débiles y poco desarrollados, y, más adelante, de invasiones, golpes de estado
cruentos e incruentos, de guerras de conquista para adueñarse de mercados,
territorios, recursos naturales, mano de
obra y vías de comunicación de los países menos avanzados. El imperialismo es,
en suma, el dominio de los monopolios bancarios, industriales y comerciales,
cuya dinámica misma los empuja irremediablemente a la conquista del planeta
entero para su provecho.
El imperialismo es por naturaleza
hegemonismo, tiende al dominio único e incompartido del mundo. Hobson veía en
la existencia de varios países que habían alcanzado la fase monopólica a
finales del siglo XIX, una clara amenaza a la paz mundial en caso de que no
llegaran a ponerse de acuerdo en la mesa de negociaciones. Y no lo lograron
desgraciadamente. Por eso hemos vivido dos guerras mundiales en las cuales se
trató de dilucidar quién ostentaría la hegemonía mundial. La primera contienda
(1914-1918) dejó la cuestión en suspenso, pero la segunda (1939-1945) habló
claro: el cetro mundial correspondía a los Estados Unidos. Nadie pensó, sin
embargo, que el menos desarrollado de los “aliados” en la primera guerra
mundial, la gigantesca pero atrasada Rusia de los zares, echaría agua al vino
de la victoria al desviar el impulso y el descontento de su pueblo hacia el
derrocamiento del zarismo a la instauración de un gobierno socialista.
Pero desde el momento del nacimiento de la
URSS, los “aliados” victoriosos se dieron cuenta de que había aparecido un
peligro mucho mayor que Alemania. De inmediato, tan pronto se firmó el
armisticio, pusieron manos a la obra para derrocar al gobierno de Lenin. Es
bien sabido que los bolcheviques tomaron el poder, el 25 de octubre de 1917,
prácticamente sin disparar un tiro, y que la fase sangrienta de la lucha vino
después, con la guerra civil desatada por los “blancos” (Kolchak, Denikin,
etc.) fuertemente financiados, armados e incluso apoyados con fuerzas militares
por parte de Estados Unidos, Francia e Inglaterra. Fue aquí y entonces que
nació la guerra fría, aunque el nombre surgió después de la segunda guerra
mundial.
Todo el periodo de entreguerras (1918-1939)
fue de guerra fría, es decir, de una furiosa campaña mediática, política,
económica e incluso militar de “Occidente” en contra de la URSS. Y fue su
anticomunismo orgánico y feroz el que llevó a los primeros ministros
británicos, Baldwin y Chamberlain, a diseñar e implementar la llamada “política
de apaciguamiento”, que consistía en dejar a Hitler manos libres para
apoderarse de Europa oriental y de Rusia, a cambio de garantizar la seguridad
de Francia e Inglaterra. La segunda guerra mundial es, pues, responsabilidad
tanto de Hitler como de la clase política inglesa. Hay hechos y documentos irrefutables que lo
prueban. Ya en el poder, Hitler suspendió el pago de las compensaciones de
guerra, con lo cual violaba el tratado de Versalles; reinició el rearme y la
formación de un ejército de millones de hombres, lo que también violaba el
tratado. Mussolini invadió Etiopía en 1935; junto con Hitler intervino en
España en favor de Franco en 1936; en este mismo año, invadió la Renania
francesa, una agresión militar humillante y directa; en 1938, se apoderó de
Austria, y en septiembre de ese año se adueñó de los Sudetes en Checoslovaquia.
Finalmente, a fines de agosto de 1939, Hitler invadió el corredor polaco y se
apoderó de Danzig, y solo entonces, para “salvar la cara”, Inglaterra le
declaró la guerra, aunque no hizo nada para concretarla. “Occidente” quería
destruir a la URSS usando el brazo armado de Hitler.
Pero la realidad burló los planes de los
“defensores del mundo libre”. En el choque brutal entre nazismo y socialismo,
salió triunfante el segundo, y el experimento socialista se extendió a toda
Europa Oriental. El tiro les salió por la culata a los padrinos ocultos de
Hitler. Con este motivo, se redobló la guerra fría; se multiplicaron por
millones las calumnias, las acusaciones, las amenazas; se movilizaron todas las
fuerzas de la reacción mundial con todos sus recursos, incluidos la guerra y la
economía, contra una URSS devastada por la guerra, por las dos guerras
mundiales más la guerra civil. Y a pesar de ello, en poco tiempo se levantó y
volvió a ser una potencia mundial. Tuvo que llegar al poder la cobardía y la
traición de Gorbachov para entregar la plaza sin combatir a los
norteamericanos. Bastaron poco más de 20 años para que el mundo se diera cuenta
de la verdad. Ya sin enemigo al frente, el imperialismo se quitó la máscara y
enseñó su verdadero rostro, su rapaz ambición por apoderarse del mundo, por
someternos a todos a su dominio y a sus intereses al precio que sea, incluso
masacrando países enteros, como Libia y Afganistán.
Rusia y China, haciendo grandes esfuerzos de
reorientación de su política interna y externa, han logrado volver a ser un
eficaz contrapeso a las ambiciones imperialistas; han vuelto a librar al mundo
de la amenaza de esclavitud y de exterminio por parte de los nuevos nazis. Pero
la sola existencia de ambas potencias es vista como una amenaza por el imperio.
Y la guerra fría está de vuelta. El imperio amaga a Rusia y a China con una
guerra nuclear, y aprieta la soga en el cuello de los débiles. Derriba
gobiernos populares en Ecuador, Argentina, Brasil, y enseña los colmillos a
Venezuela y a Cuba. Es en estas difíciles condiciones que se desenvuelve la
justa electoral de los mexicanos para elegir Presidente de la República, con un
candidato que ofrece cambiar en serio la situación social y económica del país
y que, según todos los sondeos, tiene altas posibilidades de triunfo.
Ante el cuadro trazado aquí, la pregunta
parece lógica: ¿es seria la intención de cambiar al país o se trata solo de
propaganda electoral? ¿Tiene claras las dimensiones del enemigo el candidato de
MORENA? Y si es así, ¿con qué fuerzas cuenta para hacerles frente? Si tenemos
en cuenta la clase de gente que se ha adherido al proyecto morenista, pareciera
que todo es solo estrategia para ganar la elección, pues todo mundo ve y piensa
que esa gente no es la que se necesita para enfrentar un peligro serio. Se
trata de los clásicos saltimbanquis (la mayoría, no todos) que brincan de un
partido a otro desde hace rato en busca del éxito personal. Y desde este punto
de vista, no deja de ser significativo que prominentes candidatos morenistas y
voceros suyos en los medios, se dediquen a atacar e insultar a los
antorchistas, acusándolos sin recato y sin hombría de bien de supuestos
crímenes que no se molestan en argumentar y ni siquiera en precisar, en vez de
atacar y denunciar a los verdaderos enemigos del proyecto de MORENA.
Tal es el caso de Miguel Barbosa, candidato
morenista al gobierno de Puebla, que nos acusa de amenazar a sus
correligionarios y de apología del delito, sin dar un solo dato concreto sobre
una y otra acusación. O el caso de Emilio Maurer, candidato a una diputación
local, que afirma que la gente tiene miedo de que ganen los candidatos
antorchistas porque temen perder sus casas y sus propiedades. Es decir, Maurer
no defiende a los sin casa y sin propiedad alguna, no habla en nombre de los
desamparados y marginados que MORENA dice querer defender. Estos no pueden
tener miedo de perder lo que jamás han tenido. Habla en nombre de los ricos
casatenientes y terratenientes (en el supuesto de que tenga algo de verdad su
injuria); defiende a los suyos (Maurer es un hombre muy rico) para congraciarse
con ellos y ganar la elección, al tiempo que insulta y agrede al pueblo pobre
en nombre del cual habla todos los días su candidato a la presidencia de la
república. O está el caso de Alfonso Zárate, columnista de temporada que, para
argumentar su aserto de que el PRI está dando patadas de ahogado, dice que
Meade anda mal porque “…va con Antorcha, el grupo de choque más patético (¡¿)
del PRI y los llama a detener a López Obrador…”. Es claro el odio y el
desprecio arrogante de este señor que no sabe ni jota del pueblo y sus
problemas (y tampoco de los antorchistas), pero que se cree ser superior a
ambos y que puede injuriarlos cuándo y cómo se le dé la gana.
La otra posibilidad es que López Obrador sí
esté dispuesto a llevar adelante su proyecto y a correr todos los riesgos
necesarios, en cuyo caso habría que suponer que no ha evaluado bien tales
riesgos. De lo contrario, ya se habría dado cuenta de que su ejército de
saltimbanquis y calumniadores arribistas no servirá ni para el primer embate
serio de la reacción; y además, ya se habría dado cuenta de que, en una
situación así, no habría aliados que sobren. No permitiría que se ofenda
gratuitamente a quienes no son los verdaderos enemigos, como lo demuestran el
discurso y los hechos. Quien se prepara para una guerra, comete un grave error
sumándole gratuitamente fuerzas al enemigo. Así no se prepara el triunfo sino
la apostasía a los principios y la traición a los débiles. Antorcha sí tiene
principios, y los sostendrá y defenderá siempre con honradez y serenidad,
aunque no sean miembros suyos quienes los enarbolen. Quienes nos atacan carecen
de todo eso, y lo suplen con cinismo, injurias y prepotencia al amparo de su
fortuna mal habida. Pero algún día, “pronto tal vez”, como dice el poeta, el
viento puede cambiar de dirección.