Tribuna Libre.-Un día conocí un esqueleto, en el parque.
Estaba sentado en un banco de piedra, rodeado de palomas blancas, y sonreía,
pensativo. Me pareció muy raro encontrar un esqueleto en pleno parque, dando de
comer a las palomas, y tan risueño y tranquilo, como si se acordara de una
broma, solitario, en mitad de la tarde. Yo trabajaba de cartero; ya había
repartido las cartas del día, y me sentía algo aburrido. De manera que fui a
sentarme a su lado, para distraer las horas. No demoramos en conversar. Me dijo
que no tenía nombre. "Ningún esqueleto lo tiene", dijo, y cuando el
sol desapareció detrás de las nubes rojizas, se lamentó del frío. Sus dientes
castañeaban. Se puso de pie y me propuso que fuéramos a tomar una tacita de
chocolate, en cualquier lugar. "Tranquilo –me dijo–. Yo invito". Lo
contemplé de soslayo: no vi que llevara bolsillos, ni mucho menos dinero. Pero
eso no me importó. Al fin encontramos un restaurante que anunciaba: |Chocolate
caliente a toda hora. Al entrar muchos comensales quedaron boquiabiertos.
Algunas señoras gritaron; una de las meseras dejó caer una bandeja repleta de
tazas; las tazas se volvieron trizas; varias rodajas de pan, queso y
mantequilla, quedaron esparcidas por el piso. "¿Qué pasa?" pregunté,
abochornado, aunque ya adivinaba a qué se debía aquel alboroto. "¿Quién es
ése?", me respondieron a coro, señalando a mi amigo.
"Perdón –dijo él–. Yo puedo presentarme
solo. Soy un esqueleto. Tengan todos muy buenas tardes".
"Oh –se asombró una señora, que llevaba
un perrito faldero, de pelo amarillo, adornado con un collar de diamantes–. No
puede ser. Un esqueleto que habla".
Pues sí –dijo mi amigo, encogiendo los
omoplatos–. En realidad todos los esqueletos hablamos". Avanzó
parsimonioso, como si el equívoco hubiese quedado definitivamente esclarecido,
y eligió una mesa, precisamente junto a la señora, y se sentó, con un gran
ruido de huesos saludando. Después tuvo la ocurrencia de alargar los huesos de
la mano y hacer juegos al perrito. Le dijo: "Qué lindo esqueleto de perro
eres". Y el perrito ladró, enfurecido, crispándose igual que un tigre. La
señora se lo llevó al pecho, como si lo protegiera de la muerte. "Vaya
–dijo mi amigo el esqueleto–, parece que su perrito no es de muy buen
humor". Su voz era opaca, profunda, pero amistosa. Hablaba como si ya nos
conociera a todos, desde hace milenios; como la voz de un amigo; como si un
amigo nos hablara por teléfono, desde muy lejos. La señora no se dignó
responder. Se levantó de su silla y atenazando al perrito con todas sus
fuerzas, le dijo: "Vámonos, Muñeco, lejos de este comediante disfrazado de
esqueleto". El perrito volvió a ladrar, irritado, como si respondiera:
"Larguémonos ya". Pero mi amigo el esqueleto elevó la voz, honda y
húmeda, y aclaró: "Señora, no soy ningún comediante. Soy sencillamente un
esqueleto".
El rostro de la señora, encendido y huraño
como la cara de su perrito, se volvió y replicó: "¿De qué manicomio se ha
escapado usted?". Y después se esfumó, con todo y perrito. Muchos otros
comensales siguieron su ejemplo.
Mi amigo el esqueleto se acongojó; resopló;
resonaron sus huesos; se rascó el occipital y meneó la cabeza. Pude oír repicar
la decepción en su huesudo rostro; los huesos de su mandíbula parecieron
alargarse. Suspiró, como el múltiple chasquido de una maraca, y me invitó con
un silbido a que tomara asiento junto a él. "En esta vida todo es tan
sencillo –dijo–. Yo no sé por qué las gentes se complican". No respondí.
Hubo un silencio incómodo. "Bueno –le dije, procurando consolarlo–, es
mejor que ese perrito se haya ido; pudo haberse aprovechado de los huesos de su
mano". El esqueleto sonrió con los dientes. "Pierda cuidado –dijo–,
sé cuidarme solito". Levantó el dedo índice y pidió a la rubia mesera dos
tacitas de chocolate, por favor, sea amable. Y sin embargo la mesera nos
susurró que tenía órdenes expresas de no atendernos, y que incluso el dueño del
restaurante exigía que nos fuéramos inmediatamente.
"Pero si aquí hay chocolate a toda
hora", dije.
"Sí –me respondió ella–. Pero no hay
chocolate a toda para ustedes".
"Lo suponía –terció mi amigo el
esqueleto–. Siempre ocurre lo mismo: desde hace mil años no he logrado que me
ofrezcan una sola tacita de chocolate". Y nos incorporamos, para
marcharnos.
Bueno, lo cierto es que yo me preguntaba cómo
haría el esqueleto para beber su tacita de chocolate. ¿Acaso el chocolate no se
escurriría por entre sus costillas desnudas? Pero preferí guardar ese misterio:
me parecía indiscreto, fuera de tono, preguntar a mi amigo sobre eso. Le dije,
por el contrario: "¿Por qué no vamos a mi casa? Lo invito a tomar
chocolate".
"Gracias –dijo, con una breve venia–.
Una persona como usted no se encuentra fácilmente, ni en trescientos
años".
Y así nos pusimos en camino hasta mi casa,
que no quedaba lejos.
(Ya dije que yo era cartero. Pero nunca había
tenido la alegría de entregarme una carta yo mismo: nadie me escribía, ni me
llamaba por teléfono. Mi único amigo era mi mujer; de manera que un amigo
esqueleto resultaba algo desconocido para mí; disfrutaba de la idea de tener el
esqueleto como amigo).
Durante el camino el esqueleto siguió
lamentándose del frío.
– ¿Por qué no usa un vestido? –le pregunté.
– Ojalá eso fuera posible –repuso con
nostalgia–, pero ningún vestido me sirve. Ningún vestido tiene la talla de
ningún esqueleto.
La gente detenía su paso para contemplarnos.
Un niño, desde la ventanilla de un autobús, me señaló: "Mamá, ese hombre
camina con un esqueleto".
Me sentí algo cohibido. Nunca en mi vida
había sido el centro de atracción. Pero mi amigo el esqueleto sí parecía
acostumbrado.
– Notará usted que nos señalan –dijo–, no sé
por qué les causo pavor si, en definitiva, cuando desaparecen las caras todos
los esqueletos son iguales.
Es verdad, pensé, abrumado. Por dentro mi
esqueleto no podría diferenciarse gran cosa de la facha de mi amigo: sonoro,
pero tranquilo, caminando serenamente por las calles, a la búsqueda de una
tacita de chocolate.
Llegamos a casa cuando anochecía.
Mi mujer abrió la puerta y pegó un alarido.
– Tranquila –dije–, es solamente nuestro
amigo el esqueleto de visita.
Mi amigo sonrió con la mejor de sus sonrisas.
Los huesos de su boca parecieron sonajeros; hizo una gran venia, que a mí se me
antojó desmesurada, cogió delicadamente con los huesos de sus dedos la mano de
mi mujer y se dobló con gran estrépito de fémures y la besó con sus dientes
desnudos. Tuve que inclinarme veloz para atrapar a mi mujer en el aire, pues se
había desmayado. Ayudado por el esqueleto la cargamos hasta la cama. Le di a
oler un frasquito de sales. Mi mujer se recuperó sin mucho esfuerzo, tembló,
parpadeó, arrojó un tibio suspiro, abrió los ojos, vio al esqueleto y volvió a
desmayarse. Yo iba a reñirla, por su falta de ánimo, cuando mi amigo puso una
de sus frías manos en mi hombro y dijo, con su voz más profunda:
"Tranquilo, eso les pasa siempre a las mujeres cuando les doy un beso en
la mano. Perdóneme. Creí que su mujer era tan amigable como usted".
Salimos de la habitación y nos sentamos en la salita, a esperar que mi mujer
despertara de nuevo.
Y, en efecto, poco más tarde oímos su voz.
Hablaba por teléfono, con su madre.
– ¡Mamá! –decía–. ¡Soñé que un esqueleto me
besaba la mano! ¡Sí! ¡Un esqueleto! ¡Fue horrible! ¡Peor que una pesadilla!
El esqueleto y yo cruzamos una mirada
significativa, y luego lanzamos, al tiempo, la misma risita de cómplices:
tremenda sorpresa iba a darse mi mujer cuando saliera y...
– ¡Ay! –volvió a gritar ella, de pie, ante
nosotros, pellizcándose las mejillas como si deseara comprobar si de verdad
seguía despierta.
– Oye –le dije–. No te desmayes otra vez. Te
repito que este es nuestro amigo el esqueleto y lo he traído a que se tome una
tacita de chocolate; desde hace mil años nadie ha querido convidarlo a una
tacita. Ven y te lo presento. Siéntate a nuestro lado.
Mi mujer me miró sin dar crédito. Pero
después tragó saliva, respiró profundo, y se decidió: Caminando en la punta de
sus zapatos se acercó a nosotros, saludó nerviosamente al esqueleto y se sentó.
– Hace un buen tiempo, ¿cierto? –preguntó–.
En ese preciso instante empezaba a llover; truenos y relámpagos se anudaban y
estallaban relumbrando como azules cataratas contra el vidrio de las ventanas.
Un frío de pánico nos estremeció.
"Sí, por cierto –dijo el esqueleto,
condescendiente–. Hace un tiempo magnífico". Y empezamos a charlar.
Nuestro amigo resultó un gran conversador: desplegó un ingenio absolutamente
encantador; su voz era un eco acogedor; debía de ser el esqueleto de un poeta,
o algo así; mi mujer olvidó la desconfianza y se divirtió de lo lindo escuchando
sus proezas, sus anécdotas de viaje, sus experiencias de esqueleto conocedor.
Pues conocía todos los países. Era, en
realidad, un hombre de mundo, o, mejor, un esqueleto de mundo. Había
participado en todas las guerras, discutió con Platón, cenó en compañía de
Shakespeare, danzó con la reina Cleopatra, se emborrachó con Alejandro Magno,
incluso viajó a la luna, de incógnito, en 1968, y además presenció el diluvio:
fue uno de los pocos que se salvaron en el arca de Noé. Mi mujer soñaba
oyéndolo, deslumbrada. "Es usted inigualable", dijo, con sinceridad.
"Oh", se complació el esqueleto (y yo diría que se ruborizó).
"Gracias –dijo–, pero todos somos los mismos esqueletos. Mil gracias de
todos modos".
Yo le recordé a mi mujer que había invitado a
nuestro amigo a un chocolate. Ella sonrió y prometió traernos el mejor
chocolate con canela del mundo, mucho más delicioso que el que preparaba la
reina Cleopatra: Y fue a la cocina.
Propuse mientras tanto a nuestro amigo que
jugáramos un partido de ajedrez. "Oh sí –dijo–, no hace mucho jugué con
Napoleón y lo vencí". Y ya disponíamos las fichas sobre el tablero,
contentos y sin prisa, en el calor de los cojines de la sala, y con la promesa
alentadora de una tacita de chocolate, cuando vi que mi mujer me hacía una
angustiosa seña desde la cocina. Inventé una excusa cualquiera y fui donde
ella.
– ¿Qué sucede? –le pregunté.
Ella me explicó enfurruñada que no había
chocolate en la alacena. "Esta mañana se acabaron las dos últimas
pastillas –me susurró–, ¿no te acuerdas?". Yo ya iba a responder cuando,
detrás nuestro, sentimos la fría pero amigable presencia del esqueleto.
"No se preocupen por mí –dijo, preocupadísimo, y se rascó los huesos de la
cabeza–. No me digan. Sé muy bien lo que sucede. No hay chocolate. Y ninguno de
ustedes tiene un centavo para comprar tres pastillas de chocolate, una por cada
taza. No me digan".
Mi mujer y yo enrojecimos como tomates. Era
cierto. En ese momento ninguno de los dos tenía un solo peso.
– Ya es costumbre para mí –dijo el esqueleto–.
Esta es una época difícil para el mundo. Pero no se preocupen, por favor.
Además, debo irme. Acabo de recordar que hoy tengo la oportunidad de viajar a
la Argentina, y debo acudir. Ustedes perdonen. Fueron muy formales. Muy
gentiles.
Su voz era cálida, aunque cada vez más
distante, una especie de voz en el agua; como si su voz empezara a desaparecer
primero que sus huesos. Y nos lanzó la mejor de sus sonrisas y se dirigió a la
puerta y regresó y volvió a despedirse y de nuevo se dispuso a marchar a la
puerta –en medio de otra sonora sonrisa–, de modo que sus huesos como campanas
iban de un lado para otro, indecisos, igual que su despedida. A pesar de su
alborozo aparente, a mí me pareció un poco triste; acaso estaba cansado de
caminar por el mundo desde hace mil años, sin que nadie lograra facilitarle al
fin una tacita de chocolate.
Nos dijo, antes de retirarse definitivamente,
que esa misma noche viajaría de incógnito, en un circo, a la Argentina.
"Me gustan los circos –dijo–. Prefiero viajar en los circos, puedo pasar
inadvertido, muchas veces me confunden con payaso, lo que me hace reír".
Nos hizo una graciosa venia de poeta, y esta
vez mi mujer se dejó besar la mano sin desmayarse. En la noche, borrascosa y
fría, vimos a nuestro amigo desaparecer, lentamente, como su voz, iluminado a
pedazos por las bombillas nocturnas. Entonces oímos un grito. Era una mujer,
una vecina, que acababa de descubrir al esqueleto en la mitad de un ramalazo de
luz.
La vimos pasar corriendo, como alma en pena.
– ¡Un esqueleto! –nos gritó aterrada–. ¡He
visto un esqueleto!
– Quédese tranquila –repuso mi mujer–. Ese
esqueleto es todo un príncipe. Acaba de visitarnos. Se va en un circo a la
Argentina.
Después, ya a solas, pensamos que hubiera
sido bueno decir a nuestro amigo que volviera cualquier día, cuando quisiera, y
que siempre sería bienvenido. Pero ya el esqueleto había desaparecido. De
cualquier manera, si en las noches de tormenta golpean a la puerta, mi mujer y
yo guardamos la esperanza de que sea nuestro amigo. Pues desde entonces le
tenemos una tacita de chocolate, para el frío.