Aquiles Córdova Morán | 28
febrero de 2014
Tribuna Libre.- El
acaparamiento desmedido de la riqueza y el concomitante incremento de la
pobreza es, como toda persona informada sabe bien, un problema mundial, una
grave crisis a escala planetaria que tiene su origen en el llamado fundamentalismo de mercado, es decir, en
la confianza ciega de economistas y políticos poderosos en la idea de que basta
el sostenido y suficiente crecimiento económico basado en la empresa privada,
para que la sociedad entera reciba en automático los beneficios de ese incremento
de la riqueza, para que todo mundo mejore sus niveles de bienestar y se forme
un mercado vigoroso, solvente, que garantice la realización de las utilidades y
la repetición ampliada del ciclo económico sin tropiezos ni desaceleraciones. Y
todo este paraíso terrenal, sin otro mecanismo que la “mano invisible del
mercado”, que dijera Adam Smith.
Pero
los indicadores de una escandalosa concentración de la riqueza y del imparable
crecimiento del número de pobres en el mundo, son pruebas irrefragables de que
los milagros del libre mercado no son tales; que librado éste a sus propias
leyes, lo que produce no es el bienestar colectivo, sino precisamente lo
contrario: el exagerado enriquecimiento de unos pocos y la miseria de millones
que se debaten en el hambre y el desempleo. De ello se sigue que la justicia
social necesita, para ser una realidad, que junto con las medidas fiscales,
laborales, sociales, legales y de inversión pública en beneficio de la
inversión privada, se apliquen también políticas públicas cuyo propósito
consciente y preciso sea el reparto equilibrado de la renta nacional, la
elevación constante de los niveles de vida de los trabajadores. Y a estas
alturas del partido, como suele decirse, tampoco son un secreto las políticas
indispensables para una mejor distribución de la riqueza: creación de empleos
para toda la población en edad de trabajar, salarios suficientes para hacer
frente a las necesidades básicas de una familia, mayor gasto social en favor de
los que menos tienen y una política fiscal progresiva que haga pagar más a
quienes obtienen los mayores ingresos.
Se
dirá, y es cierto, que una política económica volcada hacia el fomento de la
inversión privada ataca, precisamente, un punto fundamental del problema, esto
es, la creación de suficientes empleos formales para todo el que se halle en
condiciones y en edad de trabajar; pero es igualmente obvio que crear muchos
empleos no es sinónimo de buenos salarios; a veces, incluso, suele ocurrir
exactamente al revés: a una mayor oferta de empleo corresponden salarios más
bajos, y doy una pequeña prueba de lo que pasa en México. El diario Reforma
publicó, con fecha 21 de febrero del año en curso, un artículo que ya desde el
encabezado provoca desazón: “Anticipan bajos salarios para 2014”. En el cuerpo
de la nota se dan datos reveladores: “Los salarios reales en México registraron
en 2013 su menor crecimiento desde 2010 y se mantendrán en niveles bajos a lo
largo de este año debido en parte a los altos niveles de inflación, estimó Bank
of America Merrill Lynch”. En seguida se dice que esta misma correduría afirma
que, el año pasado, el salario base nominal creció un 3.9%, en tanto que la
inflación fue de 3.8%. Por tanto, el
aumento real del salario base fue de 0.1%. Pero, según la misma nota, este
año la cosa será peor, pues el incremento al salario real se estima en 4.1%
mientras la inflación se espera de un 4.2%, esto es, el salario base real perderá un 0.1%. Y viene luego una
sorprendente explicación: “Consideró (Merrill Lynch) que los bajos salarios en México son, en parte, consecuencia de una mayor
tasa de participación y un aumento de la oferta de trabajo debido a la
demografía y una menor emigración hacia Estados Unidos”. (Todos los
subrayados son míos, A.C.M.)
Lo
dicho: a la mayor generación de empleos provocada por el crecimiento natural de
la población y por las mayores dificultades para emigrar a los Estados Unidos,
correspondió una baja en los salarios. Parece como si los dueños del capital,
para mantener intacta su actual propensión al consumo, se hubiesen propuesto
crear más empleos con la misma inversión en salarios que antes, o por lo menos,
con una inversión sólo ligeramente mayor. Además, resulta obvio que el
incremento salarial es anulado por la inflación, a pesar de lo cual se sigue
manteniendo dicho incremento atado a la tasa inflacionaria. Este despropósito
social, según los señores economistas y los políticos a quienes asesoran, se
debe a que un incremento mayor provocaría mayor inflación, es decir, que los
salarios son inflacionarios. Pero este punto de vista “científico” es falso. Se
sabe bien que los ingresos inflacionarios son aquellos que elevan la demanda
sin incrementar la oferta, es decir, los ingresos de las clases y grupos que
desempeñan una función indispensable pero improductiva. Ejemplos típicos son
las fuerzas armadas y todos los cuerpos de seguridad, el gigantesco aparato
burocrático de los tres poderes, los funcionarios y empleados de la iniciativa
privada, de las iglesias y los dedicados a actividades culturales y artísticas,
etc. Son grandes grupos que consumen
pero no producen, y ese no es, por supuesto, el caso de los obreros. Su salario
es el único que, en rigor, no puede ser inflacionario, y si lo es, se debe a
que la clase patronal paga con una mano y con la otra eleva los precios de sus
productos, para mantener intocada su ganancia.
De
todo esto se infiere que la elevación real de los salarios y el consiguiente
abatimiento de la pobreza nunca se producirán si se deja la tarea al mercado, a
los patrones o a las “Comisiones Tripartitas” del salario mínimo. Ya Marx, con
su acerado genio, cortó de un certero golpe el nudo gordiano: el nivel de los
salarios, dijo, es una consecuencia directa de la correlación de fuerzas entre
trabajadores y patrones, depende únicamente de la lucha de aquéllos por mejorar
sus condiciones de vida. Y no hay duda de que, en México, los bajos salarios
son, en gran medida, resultado de la anulación de facto de los sindicatos y de
la lucha sindical; del sometimiento de los obreros y sus órganos
representativos a la voluntad y a los intereses de líderes charros, patrones y
toda la justicia laboral. Todos ellos, en santa alianza, han convertido los
sindicatos, de arma de defensa de los trabajadores, en un eficacísimo mecanismo
de control por medio de la violencia, el terror, la manipulación ideológica y
la amenaza constante de despido a cualquiera que se atreva a levantar la voz.
Por eso, un gobierno que quiera combatir en serio la pobreza y elevar el
bienestar de las clases populares debe, indefectiblemente, soltar las ataduras y quitar la mordaza a los
obreros y a sus organizaciones gremiales; permitir que sean ellos quienes
defiendan el nivel de sus salarios mediante la lucha legal y legítima, contribuyendo
así a un reparto más equitativo de la renta nacional. Para ello, no se necesita
hacer nada nuevo ni extraordinario, no se requiere poner de cabeza al país, lo
único que se necesita es respetar y hacer respetar la Ley Federal del Trabajo,
rigurosamente y en sus justos términos, tanto en lo que favorece al trabajador
como en aquello que limita y somete sus acciones al interés nacional. Si no se
hace algo así, el ataque a fondo a la pobreza seguirá nutriéndose sólo de
buenas y piadosas intenciones.