Aquiles Córdova Moràn 29 junio de 2012
Tribuna
Libre.- Cualquier fenómeno natural con cierta
capacidad destructiva saca a relucir una de las injusticias sociales más graves
y generalizadas en nuestro país: la falta de vivienda digna y segura. Una
simple “tormenta tropical”, poco más intensa que una lluvia normal, basta para
provocar las escenas desgarradoras de cientos y miles de personas con sus casas
inundadas, semidestruidas, o de plano derrumbadas, muchas veces incluso sobre
las cabezas de sus dueños. Provoca ira, ira solidaria con el dolor ajeno,
contemplar “en vivo y en directo” por televisión a esas familias que, de la
noche a la mañana, lo pierden todo y quedan literalmente en la calle gracias a
lo accidentado del terreno donde viven y a los materiales perecederos de sus
viviendas. Diré de paso que causa igual indignación la manipulación de muchos
medios informativos que se regodean mostrando las miserias más íntimas de esa
pobre gente, que hacen un espectáculo mediático de su dolor para consumo de un
público morboso y mal educado, que fingen compasión sólo para poder exhibirlos
en actitudes degradantes con el pretexto de servir fielmente a la verdad,
cuando lo cierto es que sólo se trata de elevar el “rating” del programa o del
noticiero en cuestión.
Pero volvamos a nuestro asunto. Decía yo que es ya normal contemplar,
después de algún evento natural, una estela de destrucción, de sufrimiento
humano que indudablemente subleva. Y que subleva más cuando comprobamos que el
total de los afectados son siempre gente muy pobre: obreros, campesinos
emigrados a los cinturones de miseria, subempleados de todo tipo, trabajadoras
domésticas, mujeres abandonadas o cuyos maridos no ganan ni el salario mínimo,
desempleadas, viudas y así por el estilo; cuando constatamos, finalmente, que
las colonias más dañadas son precisamente aquellas donde viven los pobres,
donde vive el pueblo humilde y trabajador. En síntesis, pues, todo duele más
cuando nos damos cuenta de que las víctimas lo son más de la injusticia social
que las priva de una vivienda digna y segura que del fenómeno natural en
cuestión.
Y como no hay desgracia que venga sola, tras la inundación de aguas negras
viene la negra inundación de demagogia de los políticos, la catarata de
promesas de ayuda que nunca llega, de reparación de daños cuyos fondos se
quedan en manos de los encargados de aplicarlos, de ofrecimientos de
reubicación y entrega de vivienda segura que jamás van más allá de la “foto”
para engañar a la opinión pública. Junto con esto, va el “gran despliegue de
gentes y de recursos de logística”: miles de soldados, de marinos, de policías;
ejércitos de funcionarios de las distintas dependencias relacionadas con el
caso que acuden en ayuda de los necesitados. Decenas y hasta cientos de
millones de pesos se derrochan inútilmente en el traslado, ubicación y alimentación
de toda esta gente que, a la postre, poco o nada hace por las víctimas. Quien
se tome la molestia de visitar la zona de desastre un año después, por ejemplo,
se va a topar con la sorpresa de que todo sigue igual, o casi igual, que a raíz
de la tragedia; que los damnificados se quedaron esperando la ayuda; que
algunos vivales hicieron su agosto secuestrándola y escondiéndola para
financiar sus campañas políticas, y que no vacilaron en ocultarla bajo
toneladas de tierra cuando se les echó a perder, para ocultar su fechoría. Una
burla en toda forma.
Y es que el remedio no está en curar el daño cuando ya está hecho o, como
dice el refrán, “en tapar el pozo después de ahogado el niño”. Hay que atacar
las causas en su raíz para evitar a tiempo las consecuencias. Y las causas las
conoce todo el mundo: falta total de una política de cuidado y conservación de
la ecología; cero planificación racional del crecimiento de las poblaciones (lo
que lleva a los necesitados a asentarse en áreas de riesgo) y cero atención al
problema de la vivienda popular. Está demostrado que los estragos causados por
fenómenos naturales pueden reducirse casi a cero si sólo se atienden dos
cuestiones fundamentales: áreas adecuadas para los asentamientos humanos y una
vivienda segura, hecha con materiales sólidos y resistentes, para todos. Con
ello se evita ese monstruoso desperdicio de recursos para mover a ejércitos de
inútiles en cada emergencia; basta con que la gente se recluya en sus casas y
tome las precauciones mínimas del caso, más una vigilancia y ayuda mínima por
parte del Estado.
Pero en México vemos otra cosa muy distinta. Por todos lados brotan leyes
persecutorias que criminalizan la lucha popular por la vivienda, leyes que
estipulan penas severísimas de cárcel para quien se atreva a promover esa
demanda en la forma que sea. Los argumentos para justificar esa saña
persecutoria son muchos y de variada índole; pero la verdad es una sola: se
trata, de una parte, de impedir que las organizaciones populares se
multipliquen y crezcan y, de otra, garantizar a las grandes inmobiliarias el
monopolio de las “viviendas de interés social” hechas de pacotilla, a precios
prohibitivos para los más pobres. Y las amenazas no son de broma. Ahí está el
caso de la valiente luchadora Cristina Rosas Illescas, que estuvo presa durante
3 años en una mazmorra de Querétaro por órdenes del gobernador Garrido Patrón,
sólo por atreverse a pelear en serio vivienda para los humildes. Así se cierra
la pinza mortal sobre los sin techo: de un lado, los desastres naturales que
cada día son más intensos y frecuentes a causa del cambio climático del
planeta; y de otro, la persecución encarnizada de las voraces constructoras, a
través de sus servidores políticos, contra todo aquél que quiera cambiar sus
endebles, estrechos, sucios e incómodos cuchitriles por una vivienda amplia,
limpia y segura. Seguiremos, pues, presenciando desastres humanos y oyendo los
falsos lamentos de las plañideras de los medios de comunicación, así como las
promesas, más falsas aún, de los políticos arribistas que viven de engañar al
pueblo mientras se gastan alegremente el dinero de sus impuestos.