Aquiles Córdova Morán| 08 febrero de 2013
www.tribunalibrenoticias.com
Tribuna Libre.- El discurso no es
nuevo, pero últimamente, quizá por la difícil situación que atraviesa el país,
oigo más voces que lo repiten insistentemente: “Alto a quienes, con un discurso
demagógico y catastrofista, quieren dividir al país en busca (¡obviamente!) de
oscuros e inconfesables intereses”. Ya está dicho y escrito, hace tiempo, de
mano maestra. Me limito aquí a repetirlo porque creo que es oportuno y
necesario hacerlo. Cuando las clases dominantes de una nación -por no poder o
no querer marchar en el sentido y a la velocidad que demandan la evolución
natural y el desarrollo de toda sociedad- se rezaga, se queda anclada en los
principios, procedimientos y propósitos que en el pasado fueron causa de su
éxito y base firme de su derecho a gobernar y a mandar, inevitablemente tienden
a una forma de razonar, de pensar y de analizar la realidad misma, totalmente
superficial, ciega y ajena a la verdad más visible y elemental. Tal modo
absurdo de discurrir, es el instrumento ad hoc que reclama una tarea
igualmente absurda por imposible: detener la transformación del organismo social,
frenar o abolir de plano la marcha de la historia, para conservar su riqueza y
sus privilegios. Así se explican esos curiosos y terribles periodos de
oscurantismo y reacción que preceden a todo cambio social verdadero y que se
caracterizan por la cacería de brujas y la multiplicación de los chivos
expiatorios.
Tengo la impresión de que mucho de esto se esconde tras la cruzada actual
en contra de quienes, según aquella óptica distorsionada, pretenden fragmentar
a la nación para su propio provecho. ¿Por qué? Porque es evidente que culpar a
alguien (individuo, partido u organización social) de dividir al país con su
pura saliva, con el puro discurso, tejido además con mentiras y con denuncias
de injusticias y carencias inexistentes, totalmente desconocidas y por tanto
increíbles para la masa, es un absurdo lógico y político por el lado que se le
mire, un quid pro quo que confunde la realidad dura, concreta, con la
simple verbalización de la misma. Porque es otorgar a la palabra poderes
mágicos, taumatúrgicos, al suponerla capaz de crear, por sí misma y sin ayuda de
nadie, una crisis que existe sólo en la cabeza de quien la propaga con fines
aviesos, y porque insulta al pueblo asimilándolo al bobo aquel que, con un
gallo en las manos para venderlo en el mercado, tres pillos, que lo abordan
sucesivamente en el trayecto, le hacen creer, “con su verborrea demagógica”,
que el gallo es, en realidad, un conejo. ¿Se puede hacer creer al pueblo que no
sufre injusticia, cuando constata lo contrario en su vida diaria? He aquí el
absurdo y el insulto.
La verdad es otra y más sencilla. Nadie puede dividir al país,
sencillamente porque ya está dividido en los hechos. Y no por los discursos o
la retórica de demagogos, reales o supuestos, sino por un modelo económico
ineficiente e injusto que sólo atiende a las necesidades y demandas de
los grandes capitales, mientras la gran mayoría del pueblo trabajador está
desempleada, sin alternativa real para ganarse la vida, con salarios de
hambre en el mejor de los casos, con una carga impositiva (directa e indirecta)
abrumadora, con los precios de los productos básicos al alza todos los días,
con sus derechos civiles y políticos reducidos al mínimo o, de plano,
convertidos en papel remojado, etc. Esta es la dura realidad, la terca realidad
que se pretende ocultar (y quizá, para los más recalcitrantes y fanáticos,
hasta exorcizar y desaparecer) haciendo callar a todo aquel que, no teniendo
motivos para compartir la demencia senil de nuestras clases altas, se atreve a
decir esta verdad en palabras claras y directas.
Mucho se predica el deber de todos de mantener la paz y la unidad nacional
mediante la obediencia irrestricta de la ley, el respeto a las instituciones
republicanas y la defensa de nuestro ejemplar sistema democrático. Para esas
buenas conciencias, copio lo que sigue, tomado de “El Espíritu de las Leyes”,
de Montesquieu: “El amor a la república, en una democracia, es el amor a la
democracia; el amor a la democracia es el amor a la igualdad…Teniendo todos el
mismo bienestar y las mismas ventajas, deben gozar todos de los mismo placeres
y abrigar las mismas esperanzas; lo que no se puede conseguir si la frugalidad
no es general…En una democracia, el amor a la igualdad limita la ambición al
solo deseo de prestar a la patria más y mayores servicios que los demás
ciudadanos…Al nacer, ya se contrae con la patria una deuda inmensa que nunca se
acaba de pagar”.
Pregunto ahora: ¿responde nuestra democracia a estas exigencias
elementales? Quienes predican civismo, ¿aman a la república y a la democracia
tanto como a la igualdad? Nuestras clases altas, ¿sólo ambicionan servir a la
patria más y mejor que los demás? De no ser así, es obvio que su profesión de
fe republicana y democrática, así como sus gritos y anatemas contra los
“demagogos que dividen al país”, son pura hipocresía, cortina de humo para
esconder a los verdaderos culpables de la división que tanto temen y para
escamotear las reformas de fondo, cada día más necesarias. No hay de otra.