Aquiles Córdova Morán | 26
julio de 2013
Tribuna Libre.- En días recientes, la Secretaria de
Desarrollo Social (SEDESOL) salió a reconocer, de manera directa y sin rodeos,
lo que la opinión pública medianamente informada sabe desde hace tiempo: que, a
pesar de que en los últimos sexenios se han dedicado ingentes recursos al
combate a la pobreza, los resultados no son solamente pobres o nulos, sino abiertamente opuestos a
lo esperado. En efecto, si hemos de creer lo que el Licenciado Felipe Calderón
sostuvo durante su sexenio, y en especial en el último año del mismo, el monto
destinado a programas como “Oportunidades”, “Setenta y más”, “Vivir mejor”,
“Seguro popular”, etc., se elevó hasta el 58% de todo el gasto público. Se ha
precisado además, en publicaciones relativas al tema, que del año 1990 al año
2012 el gasto social se multiplicó en casi cuatro veces, y que programas como
“Oportunidades” aumentaron ampliamente su cobertura inicial al pasar de 300 mil
familias beneficiadas en un primer momento a 5.8 millones en 2012. Y sin
embargo, como bien se dice hoy, el número de pobres al final del sexenio
calderonista no sólo no disminuyó, sino que se incrementó en algo así como 5
millones de nuevos mexicanos con algún tipo de carencia.
Según
la titular de SEDESOL, la causa del inocultable fracaso reside en que los
programas “están mal diseñados” (?) y que, por eso, la presente administración
se propone una reingeniería, un rediseño de los mismos, para que, ahora
sí, den los frutos apetecidos. Me parece, a la vista de esto, oportuno y
necesario que los interesados en el tema reflexionemos un poco: ¿de veras el
fracaso radica en el mal diseño de los programas? ¿En qué consiste,
específicamente, ese “mal diseño”, o, en otros términos, cuáles son las
modificaciones que se piensa introducir en ellos para un funcionamiento eficaz?
No sobra recordar que tampoco en este terreno los gobiernos anteriores se
quedaron en ceros. Crearon, por ejemplo, el concepto de “subsidio focalizado”
en vez del apoyo indiscriminado al grupos social, para garantizar que el
recurso llegue a quien realmente lo necesita; se entregó el apoyo a la madre de
familia y no al padre, bajo la consideración de que la primera es más
responsable y comprometida con el bienestar familiar que el segundo; se repasaron
diagnóstico, diseño, operación y evaluación de los programas; se “fortaleció”
la transparencia y la rendición de cuentas, incluido el blindaje contra su uso electoral y se habló de
“contraloría social” para bajar los costos operativos de los programas. A pesar
de esto (y más que quizá ignoro), los resultados son los que tenemos a la
vista. ¿Qué es, pues, lo que queda por intentar?
En
mi frecuente contacto directo con grupos campesinos, he podido escuchar de viva
voz dos señalamientos precisos y muy reiterados a manera de reclamo a quienes
diseñan y administran los programas. Uno, el más insistente, es que el monto de
la ayuda “es muy poquito” (así lo dicen ellos) por lo que “no alcanza para
nada”, o para muy poco; dos (y esto procede de gente poco más despierta), que
“casi todo el dinero” se va en sueldos y prestaciones de la burocracia
encargada de los programas, y al “pobre” sólo le llegan “migajas”. Por mi
cuenta he podido precisar que, en efecto, del total del presupuesto destinado a
“Oportunidades”, por ejemplo, hasta el 85% se queda en la burocracia que lo
administra, y apenas un 15% llega a sus verdaderos destinatarios. De esto se
desprende que, para eficientar realmente el combate a la pobreza, dos son las reformas
esenciales que habría que poner en práctica, más allá de las formalidades
políticas y mediáticas: 1.- elevar sustancialmente el monto del apoyo directo,
hasta ponerlo a la altura de las necesidades esenciales de la gente; 2.- hacer
realmente efectiva la “contraloría social” de los programas mediante la
adecuada organización de los grupos de beneficiarios, a modo de que puedan
ejercer, en los hechos, esa supervisión. Esto, naturalmente, sin excluir ningún
tipo adicional de reingeniería que,
desde los gabinetes de los especialistas, se considere útil o necesario para el
mismo fin.
Pero
hay otro obstáculo más difícil de remover, si cabe, que los antedichos. Me
refiero al modelo económico que ha servido de base, hasta hoy, al
funcionamiento y desarrollo de la economía nacional, cuando menos desde el
sexenio del Lic. Miguel de la Madrid: el llamado modelo neoliberal, o también, fundamentalismo de mercado. En lo que atañe
al tema que hoy toco, este modelo se caracteriza por postular (exigir, quizá
sea más exacto) que, para que la economía de un país funcione con plena
eficiencia, sin tropiezos y produciendo riqueza y bienestar para todos, es indispensable dejar que
las fuerzas del mercado (que en esencia se reducen a una sola: la ley de la
oferta y la demanda) actúen de manera absolutamente libre y autónoma, sin
ningún tipo de interferencia externa, y menos por parte del Estado. De éste,
reza la ortodoxia, proviene el mayor peligro de intervención en la actividad
económica (inversión pública, creación de empresas, generación de empleos,
elevación de salarios) y por eso es de él de quien más hay que cuidarse
procurando mantenerlo siempre dentro de los límites de lo que es su función
“natural”: garantizar la paz y la tranquilidad social.
La
política social y el gasto social tal como se les define en México, en cambio,
no solamente admiten, sino que necesariamente exigen la directa intervención
del Estado, si de combatir en serio la pobreza, la marginación y la desigualdad
social se trata. De ahí que entren en franca contradicción con el
neoliberalismo ortodoxo. Que esto es así, queda más que patente en el contenido
de la Ley General de Desarrollo Social (LDGS) aprobada en 2004, cuyo artículo
sexto señala puntualmente los elementos indispensables para un verdadero
desarrollo social: “… la educación, la salud, la alimentación, la vivienda, el
disfrute de un medio ambiente sano, el trabajo y la seguridad social y los
relativos a la no discriminación”. Esto parece una calca de lo que viene diciendo (y por lo que ha luchado
sin descanso, por casi ya 40 años) el Movimiento Antorchista Nacional: se
precisa que el empleo, la seguridad social y un gasto social aplicado a los
servicios básicos de la población son elementos infaltables en cualquier
programa serio de combate a la pobreza, lo cual se opone frontalmente a la
ortodoxia neoliberal. Los programas de qué hablamos, en cambio, se constriñen a
una magra transferencia directa de recursos en numerario a la gente para paliar
su hambre. Y nada más. ¿Hay razón para sorprenderse de sus pésimos resultados?
No creo. Urge, dejando un poco de lado el “modelo”, crear empleos, elevar
salarios, reorientar el gasto social hacia los derechos sociales y los
servicios básicos de demanda masiva; si no, seguiremos patinando en el mismo lodazal
en que lo hemos hecho hasta hoy, sin derecho a quejarnos por ello.