Aquiles Córdova Morán | 05 Diciembre de 2014
Tribuna Libre.- Cada día es más frecuente
leer o escuchar acerca de individuos, instituciones o eventos que se ostentan y
se promueven como otros tantos esfuerzos de ayuda, socorro o altruismo en favor
de los más desamparados y marginados de nuestra sociedad. Un día sí y otro
también recibimos, con insistencia fastidiosa, mensajes machacones envueltos en
“razones” sensibleras, para movernos a cooperar en el sostenimiento de tal o
cual casa para huérfanos, para rehabilitación de drogadictos, para niños con
cáncer, para niños con síndrome de Down; con “refugios” para indigentes, para
niños de la calle, para mujeres maltratadas, para ancianos abandonados, para
personas “con capacidades diferentes”, y así hasta el infinito. Y no es todo. Están
también los “teletones” (?¡), los redondeos, las rifas y sorteos “para la
asistencia de indigentes”, etc., etc., que no son más que mecanismos poco más
sofisticados para sacar dinero del bolsillo de los pobres con el pretexto de
ayudar a otros pobres, pero eso sí, a través de empresas o personajes que se
paran el cuello “haciendo el bien” con dinero ajeno.
Es la filantropía, un invento antiquísimo creado con el loable propósito de ayudar a paliar los sufrimientos de los pobres, mediante la acción de individuos e instituciones privadas, que con su acción tratan de subsanar las omisiones y deficiencias de los gobiernos, del poder público de la sociedad. Ahora bien, ante esta explosión de amor a los pobres por parte de ministros de los diferentes cultos, de empresas y empresarios cuya filosofía de la vida o las necesidades de su negocio los impele a formarse una imagen “positiva” entre sus clientes y la opinión pública, de damas de la alta sociedad que deciden distraer sus ocios y lavar su conciencia llevando “socorro” a los desamparados, resulta difícil resistirse a la tentación de preguntar: ¿a qué debemos atribuir este curioso fenómeno? ¿Cómo se explica este incremento súbito de la compasión de los poderosos por los padecimientos de los desvalidos?
Es la filantropía, un invento antiquísimo creado con el loable propósito de ayudar a paliar los sufrimientos de los pobres, mediante la acción de individuos e instituciones privadas, que con su acción tratan de subsanar las omisiones y deficiencias de los gobiernos, del poder público de la sociedad. Ahora bien, ante esta explosión de amor a los pobres por parte de ministros de los diferentes cultos, de empresas y empresarios cuya filosofía de la vida o las necesidades de su negocio los impele a formarse una imagen “positiva” entre sus clientes y la opinión pública, de damas de la alta sociedad que deciden distraer sus ocios y lavar su conciencia llevando “socorro” a los desamparados, resulta difícil resistirse a la tentación de preguntar: ¿a qué debemos atribuir este curioso fenómeno? ¿Cómo se explica este incremento súbito de la compasión de los poderosos por los padecimientos de los desvalidos?
La respuesta no es difícil;
para hallarla basta y sobra con remontarse a los orígenes de la filantropía.
Allí encontraremos que la caridad en escala social, que la idea de crear
Albergues, “hogares”, “refugios”, “dispensarios”, etc., para “socorrer” a
indigentes, nació de dos realidades humanas, de dos fenómenos materiales
presentes en la sociedad en un momento determinado de su desarrollo. De un
lado, la brutal concentración de la riqueza en unos cuantos y la correlativa
generalización de la pobreza entre las clases populares; y de otro lado y como
consecuencia de esto, la necesidad de evitar la explosión del descontento
social, que necesariamente tiene que brotar en una sociedad tan brutalmente
polarizada entre ricos y pobres. La filantropía, pues, fue y es un intento de
aliviar los efectos desastrosos de la miseria y la pobreza de las masas,
buscando por este medio adormecer su conciencia y su espíritu de rebeldía. Se
trata de convencerlos de que no están desahuciados, de que los poderosos no son
indiferentes a sus sufrimientos y de que luchan por ayudarlos, como pueden y en
la medida en que pueden. Prueba irrefutable de que esto es así, es el riguroso
paralelismo que ha existido siempre entre el crecimiento de la pobreza y el
incremento de la filantropía: allí donde crecen y se generalizan el hambre, la
ignorancia y las enfermedades, allí se multiplican también, como hongos después
de la lluvia, las instituciones y los personajes dedicados a arrojar mendrugos
al pueblo, para calmar su necesidad y su descontento.
Pero la historia prueba
también que la filantropía nunca, jamás ni en ninguna parte, ha logrado
plenamente sus objetivos; nunca ni en lugar alguno ha logrado aliviar siquiera,
de manera significativa, el hambre y el sufrimiento de los pueblos. Su florecimiento
tiene, en cambio, siempre y donde quiera que se presenta, una significación
doble y contradictoria: de una parte, sirve como indicador inequívoco de una
sociedad profundamente desigual e inequitativa, es una señal infalible de la
concentración de la riqueza y del incremento desmedido e irracional de la
pobreza de las mayorías; de otra parte, juega el papel negativo de anestésico,
de mediatizador de la masa, con lo cual estorba y retrasa su concientización y
su lucha efectiva en pro de verdaderas soluciones para sus necesidades y
carencias.
Y sí, esto es justamente lo
que ocurre en nuestro país. Los “hogares”, hospicios, “refugios”, albergues,
casas de asistencia, etc., así como los “teletones”, redondeos, o la “lotería
para la asistencia pública”, son una prueba inequívoca de que entre nosotros
reina la más profunda injusticia social. Son, además, el complemento obligado
de una política social que da la espalda a los intereses populares, opuesta a
variar el modelo económico que privilegia a unos cuantos, por otro que se
proponga el reparto equilibrado de la riqueza. La actual explosión filantrópica
es, así, un intento de curar el cáncer de la pobreza con paños calientes,
cataplasmas y buenas intenciones. Y no hay duda de que, como ha ocurrido
siempre, volverá a fracasar en sus intentos de redimir a los pobres. A lo sumo,
logrará retrasar su toma de conciencia, pero tampoco su efecto anestésico será
eterno; el hambre y las enfermedades no se dejan engañar por mucho tiempo con
apapachos y palabras compasivas. La gente despertará y exigirá soluciones, o
tomará su destino en sus propias manos. Y, la verdad sea dicha, mientras más
pronto ocurra esto, a todos, absolutamente a todos, nos irá mejor