Aquiles Córdova Morán | 05
diciembre de 2015
Tribuna Libre.- Las formas de gobierno absolutistas,
dictatoriales, autoritarias, se caracterizan esencialmente por mantener a las
masas populares apartadas de la cosa pública, totalmente alejadas de la
actividad de gobernar y sin ninguna posibilidad real de participar en las
grandes (y aún en las pequeñas) decisiones que tienen que ver con sus
libertades, con sus derechos y con sus niveles de bienestar. En cambio, es casi
un lugar común escuchar, y leer en los grandes tratadistas de la cuestión, que
la ventaja de la democracia frente a los regímenes anteriores consiste,
precisamente, en que ésta convierte a la política en un asunto público, en que
logra por primera vez que el arte de gobernar deje de ser tarea sólo de los
especialistas, de pequeños círculos de iniciados, para pasar a ser tema de
discusión y de interés de las grandes mayorías y en que abre para éstas la
posibilidad de intervenir y orientar las decisiones trascendentales que les
atañen.
Sin embargo, no todos los que se dicen
demócratas, y hablan de la cuestión en cuanta ocasión se les presenta,
entienden el concepto de la misma manera y se apegan estrictamente al
requerimiento esencial del mismo a que nos hemos referido hace un momento.
Muchos, la inmensa mayoría me atrevería a decir, tienen un concepto restringido
y francamente utilitarista de la democracia. Para ellos, ésta sólo puede y debe
consistir en el derecho del pueblo a elegir libremente a sus gobernantes
mediante el voto universal, directo y secreto; pero una vez hecho esto, debe
renunciar a toda otra forma de participación en la vida pública, dejando en
manos de los elegidos, de los que “sí saben”, la tarea de construir, a su leal
saber y entender, sin ningún tipo de interferencias, la felicidad de sus
electores. En síntesis, para la generalidad de los políticos, la democracia se
reduce al derecho de la masa a darse un amo con poderes absolutos para decidir
sobre vidas y haciendas.
Como entiende cualquiera, este punto de vista
contradice lo que los teóricos consideran como el lado más amable y progresivo
de un gobierno democrático. Para que éste sea tal, no basta con que sea elegido
libremente por los ciudadanos; es necesario, además, que no sólo permita sino
que, aun, fomente distintas formas de participación activa de las mayorías, de
manera que éstas, con su acción, acoten el poder de los distintos organismos
gubernamentales para evitar que se desborden y atropellen al ciudadano
indefenso, y orienten las decisiones más importantes de todo el aparato,
garantizando así que sean siempre tomadas y ejecutadas, pensando en el
beneficio de todos y no sólo en el de los pequeños grupos privilegiados.
Ahora bien, la forma más concreta y eficiente
en que pueden participar las masas en el quehacer político de una nación, con
probabilidad de éxito, la constituyen las organizaciones sociales. En efecto,
dichas organizaciones no solamente les permiten unificar criterios sobre los
distintos problemas que las afectan y, por tanto, proponer soluciones efectivas
y racionales a los mismos; también son remedio eficaz en contra de la
pulverización de fuerzas característica de los grandes conglomerados no
organizados y, por lo mismo, una vía segura para ganar peso específico en el
panorama nacional y, con ello, aumentar sus posibilidades de ser escuchados y
atendidos en sus planteamientos.
Quienes ven en la profesión de fe democrática
sólo un buen disfraz para alcanzar el poder por vía legítima para luego
volverlo en contra de quienes lo llevaron a él, le temen como a la peste a las
organizaciones sociales justamente porque ven en ellas el mejor antídoto contra
sus mal disimuladas inclinaciones dictatoriales. Llegan, en su inquina, a
declarar que organizarse para la defensa de los intereses colectivos es un
delito al que hay que perseguir sin reparar en los medios para ello. Están
equivocados. Organizarse no solamente es un derecho consagrado por la
Constitución General de la República; la misma definición clásica de Estado
implica que la sociedad puede y debe darse todas las estructuras (y no sólo las
propiamente gubernamentales) que considere indispensables para la estabilidad
del todo. Así, la organización popular no es sólo un derecho; es, debe ser,
parte esencial de un Estado verdaderamente democrático.
Un gobierno que se dice demócrata y conculca
el derecho a la libre asociación ciudadana, o simplemente la ignora no
dialogando con ella ni respondiendo a sus demandas, no sólo es una
contradicción evidente; es, además, una amenaza a la paz por cuanto que cierra
lo que, en más de una ocasión, es la única válvula de escape a la presión
social.