Aquiles Córdova Morán | 15
enero de 2016
Tribuna Libre.- Cada día se multiplican más los rumores que
aseguran que el verdadero peligro de que los antorchistas participen en las
justas electorales reside en que éstos, cuando se hacen con el poder en algún
lugar, simplemente “ya no lo sueltan”. Concluyen quienes opinan así que, por lo
tanto, es imposible “negociar” en buenos términos con los “antorchos” y que la
mejor manera de tratarlos es combatirlos con todo allí donde se presente la
oportunidad o la necesidad, sin detenerse a pensar si los recursos usados en su
contra son morales o inmorales, ciertos o falsos, legales o ilegales, pacíficos
o violentos. El Movimiento Antorchista, por lo antes dicho, no tiene cabida en
el “juego democrático” y hay que cerrarle la puerta a como dé lugar.
Quienes así razonan cometen un doble error,
un error lógico, conceptual, y un error de política práctica, ambos con
repercusiones graves en la vida política del país. Comencemos con el error de
conceptualización. Tenemos que partir del lugar común de que el concepto de
democracia, de acuerdo con quienes se han ocupado de definirlo a lo largo del
desarrollo del pensamiento político, tiene como piedra angular el derecho
irrestricto de la sociedad civil a elegir cada cierto tiempo, claramente
estipulado por la ley, a quienes habrán de gobernarlo, también por un tiempo
reglamentado, mediante su voto emitido en las urnas de modo absolutamente
libre, sin presiones ni coacciones de ningún tipo, en forma directa, personal,
es decir, jamás por interpósita persona en quien pueda delegar su derecho, y,
finalmente, también en forma secreta, consultada única y exclusivamente con su
propia conciencia, justamente para eludir cualquier intento de presión,
coacción o chantaje para orientar su decisión. La verdadera democracia, además,
no excluye del derecho a elegir o a ser elegido a ningún adulto en condiciones
de ejercer su voto, con la única excepción de los casos preescritos por la ley.
La universalidad del derecho a votar es también requisito esencial de una
democracia auténtica.
Ahora bien, si esto es así, el concepto teórico
de la democracia incluye, por necesidad lógica, tanto la alternancia como la
continuidad del mismo partido o de la misma corriente política en el poder,
puesto que el voto emitido en forma absolutamente libre y voluntaria de los
ciudadanos puede optar, tanto por refrendar su confianza a quienes gobiernan
por considerar que lo hacen bien y que responden satisfactoriamente a lo que de
ellos se esperaban, como por darles la espalda en el caso opuesto y elegir a
otro partido o a otra corriente política para que ocupe el lugar de la
anterior. Por lo tanto, si alguien (grupos de poder fáctico, camarillas
incrustadas en el aparato de gobierno, dos o más partidos que cabildean y se
ponen de acuerdo entre sí) determina apriorísticamente, es decir, al margen de
las urnas y antes de que los ciudadanos manifiesten su voluntad a través del
voto, que debe haber alternancia, es decir, que los ciudadanos no pueden,
aunque así lo quieran, dar su apoyo a quien los gobierna correctamente, ese
alguien está constriñendo, coaccionando, poniendo límites por sus puros
pantalones al derecho irrestricto de la sociedad para elegir a quien mejor le
parezca.
Por tanto, la alternancia obligada,
predeterminada por alguien e impuesta (forzosamente o mediante la manipulación
subliminal de las conciencias) a la ciudadanía, muy lejos de ser prueba y
resultado de una democracia auténtica y realmente funcional, es la negación
misma de esa democracia, y lo que realmente pone de relieve es la
monopolización del poder por unos cuantos grupos, camarillas o partidos para su
propio beneficio o en su propio provecho, pero que nada tiene que ver con los
intereses populares. La alternancia previamente pactada entre poderosos no es
otra cosa que el abusivo reparto del poder entre ellos, sólo que no se trata de
un reparto territorial y simultáneo sino un reparto por sucesión, a lo largo
del tiempo, pero un reparto al fin en detrimento de las libertades y el
progreso de los pueblos.
Desde el ángulo de la política práctica, es
un error, o mejor dicho, una calculada falacia, acusar a una corriente o grupo
de que “monopoliza” el poder, de que, una vez que lo gana “ya no lo suelta” y
de que por eso es un peligro, una amenaza que “no debe tener cabida dentro del
juego electoral”, si no se demuestra, de manera suficiente, fehaciente y
puntual, que tal permanencia en la silla la consigue mediante procedimientos
ilegales, ilegítimos, conculcatorios de los derechos de los electores y, en
consecuencia, también de los legítimos derechos y aspiraciones de sus competidores
a arribar al poder que ellos detentan. Ciertamente, un partido o corriente
política que se aferra al poder por medio del terror, la represión, la
persecución y la eliminación de sus contendientes; o quizá mediante la
corrupción, el reparto de prebendas y la compra de conciencias, es un enemigo
peligroso de la democracia y del derecho ciudadano a elegir libremente a sus
gobernantes y no tiene lugar dentro del juego electoral para competir con el
poder. Y a un partido o corriente que
obre así desde el poder, no se le debe combatir solo a través de los medios y
en épocas electorales, sino también recurriendo a los recursos que la ley
prescribe para estos casos y de modo incansable y permanente, hasta obligarla a
respetar la ley y el derecho a abandonar el poder para siempre.
Pero si no se demuestra que esta corriente
retiene el poder por la mala, entonces no se tiene ningún derecho a echarle en
cara su conducta, porque entonces resulta obvio que retiene el poder porque el
pueblo, el ciudadano votante, le otorga su apoyo y confianza en cada elección
por considerarla representante legítima y eficiente de los intereses de sus
electores. En un caso así, es absurdo (o criminal tal vez) satanizar a esa
organización y echarle en cara como un delito nefando lo que en realidad es un
mérito, y un mérito tanto más grande y respetable porque todos sabemos que en
el país no abunda este tipo de ejemplos.
Pero hay algo más. Quienes hacen un delito y
un destierro político, el gobernar con limpieza, con honradez, con eficacia y
pensando siempre en el interés de los más desvalidos, están demostrando con
eso, aunque no lo digan, aunque lo oculten cuidadosamente bajo una montaña de
mentiras, acusaciones falsas y argumentos deleznables y carentes de toda lógica
y sustento fáctico, que no están de acuerdo con esta forma honrada de gobernar,
es decir, que ellos no pelean el poder para hacer algo semejante o superior
incluso, sino que van tras lo mismo que han ido y van todos los políticos
arribistas, ambiciosos y faltos de escrúpulos: tras el dinero, los honores, los
lujos, las prebendas y hasta los vicios y corruptelas que, en efecto, el poder
puede proporcionar si se usa intencionalmente para ello. Queda así probado que
la alternancia obligatoria, impuesta mediante pactos mafiosos entre grupos de
poder, se opone frontalmente a la democracia limpia y verdadera y va
directamente en contra del derecho y del bienestar de las mayorías que son,
gracias a que forman legiones, las que otorgan el poder con su voto y son, por
eso, las que deberían gozar los beneficios de ese poder.