Aquiles
Córdova Morán | 10 mayo de 2018
Tribuna Libre.- Este cinco de mayo de 2018, se cumplieron 200
años del nacimiento de Carlos Marx. Como era de esperarse, el bicentenario del
gran pensador pasó casi en silencio para el mundo entero, con algunas valiosas
y valientes excepciones, como la de Xi Jinping, gobernante y líder principal de
la República Popular China. Pero, ¿qué fue lo que hizo Marx para haberse ganado
el odio de muchos y el reconocimiento agradecido de una minoría? Lo que sigue
es mi manera personal de exponer su pensamiento a la vista del reducido espacio
de un artículo periodístico. Dos son, a mi juicio, sus aportaciones
fundamentales: El Materialismo Histórico-Dialéctico y la Crítica de la Economía
Política, plasmada en su obra más famosa, “El Capital”, cuyo primer tomo
apareció en 1867.
El materialismo histórico-dialéctico es más
mencionado como materialismo dialéctico e histórico, denominación que no
comparto porque se presta a confusión, es decir, sugiere la existencia de dos
materialismos, uno dialéctico y otro histórico, lo cual es un error. Se trata
de uno solo y absolutamente indivisible, pues, según mi punto de vista, si no
hay historia no hay tampoco dialéctica; y si la historia es una realidad, tiene
que ser forzosamente dialéctica. Pues bien, con esta teoría, Marx logró tres
hazañas científicas. La primera fue reivindicar la capacidad de nuestros
sentidos y de nuestra propia práctica para informarnos verazmente del mundo que
nos rodea, el que existe fuera de nosotros e independientemente de nuestra
propia conciencia de nuestra percepción. Todos los avances de la física, de la
astronomía, de la química, de la física cuántica, de la física de partículas y
de la teoría de la relatividad (particular y general) de Einstein, son una
prueba irrefutable de la exactitud del pensamiento marxista al respecto.
La segunda gran conquista fue considerar que
esta realidad material, que el universo entero, pues, no permanece estático,
idéntico a sí mismo desde la eternidad, sino que se mueve siempre, cambia y se
transforma constantemente, se desarrolla a través del espacio y del tiempo. Es
decir, que el universo tiene una historia. Con esto, Marx amplió inmensamente
los límites del concepto de historia que hasta entonces se aplicaba solo a la
sociedad humana. Los cada vez más exactos cálculos astronómicos que nos
informan de la edad de nuestro sol, del tiempo que todavía durará ardiendo y
calentando a nuestro planeta, de la edad del universo mismo, refuerzan sin
apelación posible lo dicho por Marx hace poco menos de doscientos años. Y dijo
algo más: que este movimiento no es caótico, al azar, impredecible; sino sujeto
a leyes precisas que permiten a la mente humana ampliar y profundizar
ininterrumpidamente el conocimiento y dominio de la materia para ponerla al
servicio de sus propios fines. Estas leyes, descubiertas por Hegel pero aplicadas
por él al “movimiento” o a la “fenomenología” del espíritu, constituyen lo que
Marx llamó Leyes de la dialéctica materialista.
La tercera conquista de Marx fue haber
incorporado a la sociedad humana como parte del universo material en que
vivimos y sujeta, por tanto, a las mismas leyes dialécticas del movimiento. Con
Marx, la historia humana adquiere una base material (la producción económica) y
su desarrollo dialéctico queda determinado por la necesidad de perfeccionar esa
misma producción económica, el modo de producir y reproducir la vida material
de la sociedad. Esto le imprimió un carácter científico a la historia humana,
al asentarla por primera vez sobre hechos palpables y medibles, esto es, sobre
una base material científicamente comprobable, al mismo tiempo que le dio un
fundamento terrenal al pensamiento humano, incluidos sus productos más sutiles,
preciosos y deslumbrantes como la filosofía, la religión, la moral y el arte,
pues lo hizo nacer de la base misma económica y como respuesta a problemas
presentados por ella. Al modo de producción Marx le llamó base o estructura del
edificio social; a la producción intelectual surgida dentro de un mismo modo de
producción la llamo superestructura del mismo. La historia de la sociedad es,
entonces, el relato y análisis de la evolución conjunta de estructura y
superestructura, sus relaciones originarias y su interdependencia mutua,
poniendo de relieve las leyes dialécticas que gobiernan el proceso. Según esto,
el último eslabón de la cadena es la sociedad capitalista, ésta en la que nos
tocó vivir.
Consciente de que el enfoque materialista de
la historia humana sería la parte más atacada de su doctrina, Marx se propuso
hacer de “El Capital” la prueba científica irrefutable de la exactitud de todo
su pensamiento económico-social. Su estudio dialéctico del capitalismo arranca
del análisis de la mercancía, porque se da cuenta de que ésta es la célula de
la riqueza material en una sociedad capitalista y, además, de que es la fuente
milagrosa de donde brota, aparentemente, la ganancia del capitalista. Marx
percibe de inmediato que la “mercancía” desempeña una doble función: la de
satisfacer una necesidad humana, material o espiritual, y la de servir de medio
de cambio en el mercado. Y puesto que cada mercancía es fruto de un mismo
trabajo, resulta obligado concluir que la doble función de la mercancía
proviene de un doble carácter del trabajo. Es así como llega al descubrimiento
del trabajo específico o trabajo concreto, de donde brota el valor de uso de la
mercancía, su utilidad específica (alimentar, calzar, calentar, etc.); y el
trabajo abstracto o gasto de las energías del trabajador, que es idéntico en
todos ellos y solo varía en cantidad de un obrero a otro o de un oficio a otro.
Este trabajo abstracto da a la mercancía su valor de cambio o valor a secas. El
valor de uso es lo que hace apetecible una mercancía para el comprador; pero es
el valor de cambio el que hace posible el intercambio entre mercancías con
valores de uso totalmente diferentes entre sí.
Estas precisiones categoriales de las que
carecía la economía clásica, son las que permiten a Marx darse cuenta de que el
valor es un fetiche, lo mismo que las mercancías y que todas las categorías de
la economía capitalista; que lo que esta economía llama “valor” no es otra cosa
que la cantidad de trabajo que el obrero ha depositado en ella durante el
proceso de su elaboración y, por lo tanto, que lo que el empresario vende es,
realmente, el trabajo de sus obreros materializado en las mercancías con que trafica.
Pero, según la economía clásica, en el mercado se intercambian siempre valores
iguales, es decir, ocho horas por ocho horas de trabajo, materializadas, por
ejemplo, en un par de zapatos y en un abrigo. Sin embargo, si esto es así, no
se ve de donde sale la ganancia del capital que, sin embargo, existe siempre.
La cuestión se había presentado ya antes a David Ricardo y su escuela, que no
habían podido resolverla. Fue el genio de Marx el que responde a la pregunta
contra la que genios no menores se habían estrellado antes que él. La ganancia
del capital no se genera en el mercado, en el comercio, como querían sus
predecesores, sino en el proceso de producción de la mercancía; y ocurre solo
porque existe una mercancía cuyo consumo productivo produce más valor que el
que se invierte en su propia generación. Es la única solución posible. Y Marx
da con esa mercancía: el obrero, dice, no vende su trabajo, pues cierra el
trato con el capitalista antes de llegar a la fábrica, es decir, antes de
trabajar; lo que vende es su “fuerza de trabajo”, como la bautizó Marx. Y sí:
la fuerza de trabajo del obrero consume mucho menos valor que el que es capaz
de producir en la fábrica, y la diferencia entre lo que cuesta y lo que produce
es la “ganancia” del capital, trabajo no pagado al obrero que Marx llamó
plusvalía o plusvalor. Es la base de sustentación de todo el modo de producción
capitalista. He aquí resuelto el enigma.
La evolución posterior del capital ha
permitido disminuir la función del trabajo socialmente necesario en la
formación de los precios y, por tanto, en la de la ganancia del capital, pero
no la ha eliminado ni mucho menos. La prueba irrefutable de esto es que, a
pesar del ruido en torno a la automatización de la producción y de los robots
para suplir la mano de obra, el número de obreros en el mundo sigue creciendo
inconteniblemente, y las jornadas de trabajo se siguen alargando todo lo
posible para incrementar la plusvalía. No hace tanto que obreras de una empresa
procesadora de carne de pollo en EE.UU. se quejaron de que se las obliga a
llevar pañales para no perder tiempo en el baño, al mismo tiempo que sus
salarios se mantienen iguales desde hace varios años. ¿Tiene o no razón Marx
con su teoría de la plusvalía? Habría que preguntárselo a estas obreras.
Algo más. Por haber nacido a partir de los
cientos (y a veces miles) de talleres artesanales de la época feudal, las
empresas capitalistas, en su origen, eran pequeñas y muy numerosas. Esto dio
lugar a la “libre competencia” de que hablan los economistas del capital. Pero
la “libre competencia”, dice Marx, es una guerra de baja intensidad en la que,
con cada combate, mueren las más pequeñas y débiles y sobreviven las más
fuertes y mejor organizadas. Éstas, justo por su mayor poderío, elevan más la
producción y agudizan la competencia; mueren más empresas, y siguen así hasta
dejar en el mercado solo a los grandes tiburones que, por serlo, elevan la
producción a niveles no vistos antes, hasta que acaban rebasando la capacidad
de consumo nacional. Se acumulan las mercancías en los almacenes y vienen las
crisis de sobreproducción que matan más empresas todavía y más a prisa. Así, la
libre competencia culmina finalmente en los pocos y gigantescos monopolios que
lo producen todo en cantidades exorbitantes. Nace con ellos la necesidad de
conquistar mercados fuera de las fronteras nacionales, y también de materias
primas en cantidades enormes y muy baratas.
Es el imperialismo. Ahora la lucha ya no es
entre empresas, sino entre las naciones ricas que se pelean el dominio del
mercado y los recursos del mundo entero. El problema es de tal magnitud que
solo lo pueden resolver las armas, una guerra mundial (de la cual llevamos
dos). Esto lo vaticinó Marx hace 150 años y es exactamente lo que estamos
mirando hoy: guerras de conquista y desarticulación permanente de países pobres
y débiles pero ricos en materias primas o con posiciones geoestratégicas
privilegiadas, y amenazas de una nueva conflagración mundial. Hoy el mundo está
dominado por un solo imperio y sus monopolios, los EE.UU., que no toleran
competencias ni insumisiones como las de Rusia y China. Lo quieren todo para
ellos. Por eso vuelven a sonar los tambores de guerra, pero esta vez de una
guerra nuclear, que acabaría con la civilización humana. En tales condiciones,
¿tiene sentido hablar de que Marx y su doctrina están muertos y enterrados
desde hace mucho? A mí me parece que no; soy de los que piensan que 200 años de
historia han hecho poca mella al genio de Tréveris, y que el mayor error que le
podemos reclamar es haberse tardado más de lo conveniente en el cumplimiento de
su profecía.