Aquiles
Córdova Morán | 26 mayo de 2018
Tribuna Libre.- No es muy popular, pero tampoco es un secreto
indescifrable, que las dos guerras mundiales que hemos padecido fueron
provocadas por la exigencia alemana de un nuevo reparto del mundo para obtener
su propio lebensraum (espacio vital). Sin embargo, en la segunda de esas
guerras, el imperialismo alemán, por obra de Hitler y de los grandes monopolios
que lo financiaban, el lebensraum era ya el planeta entero, con exclusión de
cualquier otro poder que pudiera o quisiera compartirlo. Fue este carácter
absolutamente excluyente del imperialismo alemán, y no el amor a la democracia
y a la libertad, lo que obligó a las potencias occidentales a enfrentarse a él
mediante las armas.
También es cosa sabida que, visto el asunto
desde la óptica de las potencias occidentales, la nación que finalmente salió
triunfante de ambas guerras fue Estados Unidos. A partir de 1945, y hasta el
día de hoy, los norteamericanos tomaron las riendas del “mundo libre” y del
desarrollo del capitalismo monopolista vigente en él. Han reducido a
obediencia, haciendo uso de su gran poderío económico y militar, a todas las
potencias de la vieja Europa, y con mayor razón aún, a los países débiles de
Asia, África y América Latina.
Sin embargo, también es un hecho visible que
la hegemonía mundial norteamericana no ha podido ser, hasta hoy, tan completa y
absoluta como sus líderes desearían, si exceptuamos el relativamente breve
periodo que va del fin de la guerra fría (1991) al resurgimiento de Rusia y
China en la segunda década del siglo XXI. En efecto, si recordamos, la primera
guerra mundial terminó con la inesperada aparición de la URSS, fundada por
Lenin y su partido en octubre de 1917 (calendario bizantino); y la segunda
terminó, contra todos los deseos y los planes secretos de los aliados
occidentales, con la extensión del socialismo a toda Europa Oriental e incluso
a una parte considerable de la propia Alemania. La Segunda Guerra Mundial,
pues, resolvió la disputa interimperialista por la hegemonía mundial a cambio
de tener que admitir la extensión del socialismo a toda la Europa Oriental, lo
que equivalía a admitir la limitación de las ambiciones norteamericanas a las
economías de “libre mercado”, pero no más allá.
Con esto, es obvio que la lucha por el
dominio mundial no quedó realmente resuelta con la segunda conflagración
mundial; solo cambió de forma, de orientación, pero no de contenido. El enemigo
a vencer ahora ya no era un imperialismo rival, sino el bloque socialista en su
conjunto, más peligroso todavía porque predicaba la igualdad económica y social
de todos los seres humanos y la eliminación de la propiedad privada sobre los
medios de producción y de cambio, fundamentos insustituibles de la “libre
empresa”. La guerra fría fue, pues, una verdadera santa cruzada de todos los
poderes de Occidente contra la “terrible amenaza de la dictadura comunista” y
en defensa de la “democracia y la libertad”. Pero solo en apariencia. En el
fondo, se trataba de defender a muerte el poder de los monopolios y el dominio
norteamericano sobre el planeta entero.
Todo culminó con la traición de Gorbachov y
la entrega del campo socialista al enemigo, puede decirse que en forma casi
gratuita. Fue este el momento de mayor gloria y de más plena satisfacción de
los imperialistas norteamericanos, que veían finalmente materializado su sueño
de dominio mundial indiscutido. Su arrogancia no tuvo límites: sus filósofos se
apresuraron a declarar “el fin de la historia” (para la humanidad ya no hay
nada después del capitalismo monopolista, este es el último eslabón de su
desarrollo, explicaron); su presidente se asumió como presidente del mundo y su
ejército se auto nombró responsable de preservar la paz y el orden mundial, es
decir, responsable de garantizar la supervivencia eterna del capital
monopólico. Comenzaron a vigilar al mundo con ojos de Argos, dispuestos a
sofocar, a aplastar sin miramientos cualquier intento de crear un nuevo foco de
poder, de desarrollo económico, político y militar capaz de desafiar al poderío
norteamericano.
Resulta curioso (y explica muchas cosas,
muchos aspectos de la complicada geopolítica de nuestros días), que justo ante
los ojos de este Argos, y prácticamente de la noche a la mañana, hayan vuelto a
surgir y a resurgir China y Rusia, dos poderosos focos de progreso y desarrollo
capaces de oponerse a los designios imperialistas. La temida pesadilla de los
cerebros del Pentágono se ha hecho realidad justo debajo de sus narices y eso
los tiene fuera de sí. La nueva guerra fría, pues, es esto; es la nueva cruzada
de Occidente contra quienes se oponen al dominio absoluto del capital
monopólico. Otra vez lo que está en juego es el dominio absoluto del planeta.
La reacción de los halcones, por tardía,
es más feroz y peligrosa. Tácita y expresamente declaran que no están
dispuestos a permitir que el hecho se repita en ningún lugar de la tierra, y
menos en el territorio de América Latina que siempre han considerado suyo. Es
en esta tesitura, en este escenario geopolítico mundial, en donde se ubica y se
explica Donald Trump, su política descarnadamente imperialista y el trato
despectivo que dispensa a sus inferiores, dentro de los cuales vamos los
mexicanos.
Los candidatos a la presidencia de la
república, ¿ignoran acaso esta situación? ¿O simplemente fingen ignorarla para
no molestar al coloso del norte? En el reciente debate de los presidenciables,
celebrado en Tijuana, B.C., salió a colación el tema de Trump y el trato
injurioso que dispensa a los migrantes, y son por demás ilustrativas las
posturas de los candidatos al respecto. Ricardo Anaya culpó de todo al
Presidente Peña Nieto y al canciller Videgaray por haberlo invitado a visitar
el país en plena campaña electoral de Trump, con lo cual, dice, lo ayudaron a
ganar. De allí se derivan todos nuestros males y no de la situación geopolítica
en que EE.UU. es el protagonista central. Remató la faena prometiendo que, si
gana, pondrá sobre la mesa todos los beneficios que Norteamérica obtiene de
nosotros y que hablará alto y claro con Trump, para obligarlo a respetar
nuestros intereses legítimos. Por lo que hace a los otros candidatos, todos
ofrecieron entereza, valor, patriotismo, dignidad, firmeza en el trato con
Trump, asegurando que así lo obligarán a cambiar de actitud y de trato hacia
nosotros. Y esa fue toda la profundidad de análisis que desplegaron los
presidenciables.
Es indiscutible que debe haber decoro,
entereza y respeto por la investidura presidencial en el trato con un
mandatario extranjero; pero, si yo entendí bien, no es eso lo que se debate,
sino qué medidas concretas se piensan tomar para obtener resultados concretos,
cambios tangibles y favorables para nuestros problemas con Estados Unidos. Y es
claro que aquí entereza, dignidad, valor. etc., no sobran pero no bastan para
lograrlo. Cabe preguntarse: ¿realmente creen eso los candidatos o solo deseaban
esconder su verdadero pensamiento para no “quemarse” con sus electores? Hoy
(martes 22) por la mañana, vi en televisión a los jefes de campaña de los
cuatro disputarse el honor de ser el más radical y el más insobornable enemigo
del “fraude electoral” que, según ellos, se perpetró en Venezuela el domingo
pasado. Seamos serios y no juguemos al ignorante o al confundido: todos sabemos
que lo que ocurre en Venezuela es parte de un plan injerencista de Estados
Unidos para evitar que en Venezuela surja otro foco de poder que desafíe el
dominio mundial norteamericano, como queda dicho arriba, y la campaña de
descrédito contra la elección de un nuevo mandatario es parte de ese plan. Era,
pues, una buena oportunidad de probar con hechos el valor, la dignidad y la
independencia que nos prometen ante Trump, defendiendo, no a Maduro ni a su
revolución, sinola soberanía y el derecho a la autodeterminación del pueblo
venezolano, que son principios del derecho universal. Lo que vi fue una sospechosa
coincidencia con la propaganda mentirosa de los medios y, por ende, con el
interés del imperialismo. ¿Así nos van a defender desde la silla presidencial?
López Obrador, el único que se apartó un poco
del guión en este punto, dijo que la mejor política exterior es la interior, y
eso le ha ganado la crítica y hasta la burla de varios comentaristas.
Evidentemente, es un error lógico hacer de dos conceptos distintos uno solo,
por cercanos y ligados que se les suponga, a pesar de lo cual hay mucho más de
cierto en lo dicho por el morenista que en la machacona insistencia de Ricardo
Anaya en culpar al presidente Peña Nieto. Política interna y externa no son lo
mismo; pero la relación entre ambas es tan real e íntima que, en muchos
aspectos, la segunda puede considerarse como prolongación de la primera. Esto
implica, por ejemplo, que muchos problemas que se hacen visibles solo en la
política exterior, tienen su origen en la política interna y, por tanto, es en
ésta, y no en la exterior, donde se debe buscar solución. Y recíprocamente.
Desarrollar y fortalecer nuestra economía, aprovechar mejor nuestros recursos,
revigorizar el campo, rescatar la minería, corregir las injusticias del mercado
y, con ello, crear empleos suficientes y bien pagados para los mexicanos, sí es
una solución para el problema migratorio, tal como dijo López Obrador. Para el
resto de dificultades bilaterales, resulta obvio que su “autoridad moral” para
obligar a Trump a un trato respetuoso, y su liquidación milagrosa de la
corrupción, no pasan de ser alucinaciones que nacen de su fijación moralista
que ya parece monomanía.