Córdoba, Ver. / 24
de julio de 2012
Tribuna Libre.-Las manecillas del
reloj indican las tres de la tarde, hora en la que se distribuye la comida en
el improvisado refugio del migrante y en la que los grises nubarrones indican
la proximidad de la lluvia.
Una decena de hondureños se aproxima a las
mesas, en su mayoría hombres, entre quienes sobresale el rostro aún infantil de
una adolescente con un camisón amarillo que hace evidente su avanzado embarazo.
Es Josselyn, de 16 años de edad y con siete
meses de gestación. Hace dos semanas se aventuró a seguir a su padre y a su
hermano, quienes meses atrás salieron de Honduras arrojados por la pobreza y la
falta de trabajo en ese país centroamericano.
“La Bestia” ha sido bondadosa con ella, pues
la trajo con bien al primer transborde del trayecto para acercarse a la
frontera norte, relata, y expresa su deseo de cruzar del lado estadunidense
antes que su bebé nazca. En su país natal el padre de su bebé rechazó toda
responsabilidad.
Allá la esperan sus familiares y eso la hace
sentirse afortunada, más cuando sus compañeros indocumentados de viaje comentan
que van a un destino incierto, sin conocidos, con costumbres e idioma
diferentes.
Omar es uno de ellos, salvadoreño de 30 años
de edad, quien hace cuatro meses dejó tierras centroamericanas para buscar
mejor vida. Un pantalón gastado de mezclilla, una sudadera y tenis rotos son su
equipaje.
La pequeña mochila en la que guardaba sus
pertenencias cayó cuando trepó al ferrocarril en el sureste. Trabajó una
temporada como albañil en Veracruz, hasta que pudo domar a la máquina de
fierro, treparse, mantenerse sobre el lomo de “La Bestia” y llegar a su primera
escala: la casa del migrante en Tultitlán.
Su objetivo de llegar a Estados Unidos es tan
claro como su fe.
Dios lo ayudará a pasar con bien la frontera
norte, y refrenda su confianza mostrando escapularios con imágenes de Jesús y
de San Judas Tadeo. “No tengo miedo y si me regresan lo vuelvo a intentar”,
dice. En el recorrido perdió a un par de amigos, dos paisanos suyos que
quedaron en el camino junto con sus sueños: un joven y una chica que resbalaron
al intentar trepar al tren… lo último que recuerda de ellos son gritos de
dolor.
Todos en el albergue son hermanos de la
pobreza y la falta de trabajo: La mayoría se conocen sobre el lomo de “La
Bestia” y de inmediato se identifican por saberse en iguales circunstancias y
el deseo de llegar a Estados Unidos.
Aunque el tiempo de estancia bajo la gran
carpa blanca es limitado por regla a 48 horas, muchos han permanecido ahí varios
días, recuperándose de sus males o reflexionando si vale continuar la travesía
o aceptar el retorno con apoyo del Grupo Beta del Instituto Nacional de
Migración.
Seis tambos que alimentan las regaderas
portátiles, un cartón para recostarse, un plato de sopa caliente, y una gran
lona que los protege de la lluvia en el albergue provisional a cargo del padre
Alexander Rojas, bastan para reconfortar a los migrantes en su viaje. A todas
horas llegan.
Algunos, como Rafael, hondureño de 38 años de
edad, creen conocer el camino pues es la tercera vez que hace el trayecto; sólo
que esta última ocasión su paso hacia la Casa del Migrante San Juan Diego,
recién cerrada, fue interceptado por unos seis hombres que intentaron subirlo
por la fuerza a un vehículo con vidrios polarizados.
Por fortuna logró escapar y llegar hasta el
albergue provisional instalado por el gobierno municipal y la Arquidiócesis de
Cuautitlán.
“Sufrí un
atentado, querían abusar de mi, que trabajara con ellos, traían armas… Ellos
tienen su forma de trabajar, son violentos, no tienen piedad, son grupos
armados y a varios de nuestros compañeros sí los engañan y se los llevan”, dice
a los grupos humanitarios que se acercan al albergue.
Otra historia es la de Josué: “tengo un mes
en el viaje, salí con mi esposa de El Salvador, ella cruzará para reunirse con
sus familiares que ya están en Estados Unidos; yo sólo la acompaño para llegar
a la frontera y contratar a quien la pasará.
Mientras,
buscaré un trabajo en el norte para esperarla y en unos ocho meses regresar
juntos con plata para vivir con mi hija de dos años que dejamos con mi suegra”.
“Es una situación bien difícil, si no fuera
por los mexicanos que nos tienden la mano. De cada diez a quienes les pedimos
un taco ocho nos dan apoyo. No somos delincuentes”, asegura.
Pero esos argumentos no valen entre los
vecinos de la colonia Independencia, y menos entre los de la cerrada De la
Cruz, donde se ubica lo que fue la Casa del Migrante San Juan Diego.
A ellos atribuyen la proliferación de autos
con vidrios polarizados, como el que interceptó a Rafael, y la inseguridad en
la zona.