Aquiles Córdova
Morán| 28 diciembre de
2012
Tribuna Libre.-Tengo la impresión de que, si en algo coinciden los partidarios y los
opositores del actual Presidente de la república, es en torno a su afirmación
de que los mexicanos se hallan mayoritariamente decepcionados de la democracia
imperante, por la simple y sencilla razón de que los múltiples ajustes y
perfeccionamientos de que ha sido objeto a través de sucesivas reformas
electorales no se han traducido, ni de lejos, en un beneficio real, tangible
para los ciudadanos de menores ingresos, que son la abrumadora mayoría del
país. Hoy hay, en efecto, más partidos políticos; se ha hecho más rico y
variado el “menú” de candidatos en cada elección; el mexicano tiene más
opciones, si no en cuanto a propuestas
de políticas integrales clara y vigorosamente diferenciadas y firmemente
defendidas por sus proponentes, sí cuando menos en materia de colores partidarios
entre los cuales escoger. El poder de la nación está mejor repartido que antes
entre las corrientes y grupos políticos, pero los niveles de bienestar de las
masas, en vez de mejorar, empeoran a ojos vistas. Y de ahí el acuerdo nacional
de que urge una democracia de resultados, tal como sostiene el presidente Peña
Nieto.
Pero la cuestión clave que suscita este planteamiento es la siguiente:
¿Por qué no se han producido hasta hoy esos resultados, a pesar del innegable
perfeccionamiento constante de nuestra democracia? ¿Qué es lo que realmente hace
falta para tener una democracia eficaz, que satisfaga las justas aspiraciones
populares? Hagamos un poco de historia. Todo estudiante que haya completado su
educación media superior sabe que la democracia es uno de los más importantes
legados que la Grecia clásica dejó a la humanidad entera, pero lo que tal vez
ese mismo estudiante no sepa con igual precisión es que la democracia griega,
la que alcanzó su máximo florecimiento en el Siglo V a. C., funcionaba de un
modo mucho más auténtico y eficaz que cualquier democracia actual, y porqué
sucedía así. Y es en estas dos cuestiones básicas donde reside la lección más
actual, con mucho la más útil, que podemos extraer del modelo clásico del que
hablamos.
La democracia griega era mucho más real y eficiente que la nuestra por
dos razones fundamentales. Primera, porque era una democracia directa, es decir, el pueblo entero en
edad de hacerlo se reunía en las asambleas y discutía y votaba los problemas
más difíciles, como los más triviales, en pie de igualdad para todos. Y las
resoluciones ahí tomadas eran obligatorias, sin excusa, para los órganos
ejecutivos, so pena de la vida. Segunda, tal libertad e igualdad políticas de
las asambleas griegas eran la consecuencia de la igualdad real, económica,
medida en términos de la fortuna de los participantes, de modo que los
intereses de todos ellos estaban muy próximos, no eran antagónicos, y por eso podían
triunfar allí la razón y la lógica que esgrimían los mejores oradores y
tribunos. Éstos eran, pues, los que de hecho gobernaban. Pero esta igualdad
económica de los miembros de la “ecclesia”
(asamblea popular) se conseguía mediante el recurso de excluir de ella a
aquellos cuyos intereses no podían coincidir de ningún modo con los de los
ciudadanos “libres” y con patrimonio propio, es decir, a los esclavos (además
de a las mujeres y a los niños). Se trataba, pues, de una democracia para los
señores, no para los esclavos.
Ambas condiciones faltan entre nosotros. Hoy, dado el gigantesco
número de ciudadanos de un país (aun en los más pequeños), resulta imposible la
democracia directa; recurrimos por ello a la democracia “representativa”, que
consiste en elegir, mediante el sufragio ciudadano, a quienes habrán de ejercer
la democracia a nombre del pueblo. Pero, además, como corresponde a la
“doctrina liberal” que se hall0a en la base de todo Estado “moderno”, no
podemos excluir a nadie de esa democracia, salvo a quienes la ley expresamente
priva de ese derecho. Resultado: en ella participan ricos y pobres, poseedores
y desposeídos, patrones y asalariados cuyos intereses jamás podrán coincidir,
por más alarde de racionalidad y de lógica que se ponga en el intento. Por eso,
a las clases dueñas del dinero y del poder no les queda más remedio que
recurrir al carácter ficticio, aparente, lleno de trampas y argucias (legales e
ilegales), de “requisitos” y taxativas que la hacen nugatoria en los hechos, de
nuestra democracia, para conseguir imponer sus intereses y sus candidatos a las
mayorías populares.
Sin embargo, es un hecho que en el mundo se pueden distinguir
fácilmente distintos “modelos” de democracia, unos más perfectos (o menos
imperfectos si se quiere) que otros; y que los mejores, los que más se acercan
al esquema teórico, se dan precisamente en los países más desarrollados, con
menor número de pobres y con pobres que no lo son tanto como los que viven en
los países llamados “del tercer mundo”. En una palabra: la democracia menos
ficticia y chapucera se da justamente en los países menos desiguales, allí
donde la población que vota se acerca más a la “igualdad económica” que
caracterizó a la democracia griega, es decir, allí donde los “resultados” son
la condición previa y no la consecuencia de su mejor democracia. Por ello
resulta ineludible preguntarse: ¿Puede haber una democracia de resultados en un
país como el nuestro? ¿Basta la sana y noble decisión de un gobernante moderno,
como el que tenemos ahora en México, para que la democracia responda a los
intereses de los desamparados en un país tan desigual como el nuestro?
Mi respuesta, lo
más objetiva y exenta de servilismo que puedo, es que sí, que ello es posible siempre y cuando que añadamos una
condición que no hace falta en los países ricos: que se amplíen, respeten y
apoyen con toda lealtad y con todo el poder del Gobierno, los derechos y la
libertad política del pueblo, tales como los derechos de reunión, asociación,
organización, petición y manifestación pública de las masas populares, con el
fin de equilibrar un poco el tremendo y avasallador poder económico, político y
mediático de las clases altas.
Un Gobierno que, como el mexicano, quiera dar
resultados al pueblo en nombre de y a través de una democracia de resultados, necesita apoyarse en la fuerza y en la
participación organizada del pueblo, siempre
dentro de la ley y con pleno respeto a los derechos de todos, pero
buscando, eso sí, un mejor y más equitativo equilibrio social y económico que hoy no se da, puesto que la balanza
está cargada, y muy cargada, al lado de los privilegiados. Si no se hace así,
si se ignora este sencillo requisito, no habrá democracia de resultados. Y la prueba irrefutable de esto está,
precisamente, en lo que sucede hasta hoy en el país: mucha democracia, pero la pobreza
aumenta de modo incontenible a cada hora y a cada minuto que pasa.