Aquiles
Córdova Morán | 25 Enero de 2013
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Tribuna Libre.- Tengo la impresión de que, si en algo coinciden los partidarios y los
opositores del actual Presidente de la república, es en torno a su afirmación
de que los mexicanos se hallan mayoritariamente decepcionados de la democracia
imperante, por la simple y sencilla razón de que los múltiples ajustes y
perfeccionamientos de que ha sido objeto a través de sucesivas reformas
electorales no se han traducido, ni de lejos, en un beneficio real, tangible
para los ciudadanos de menores ingresos, que son la abrumadora mayoría del país.
Hoy hay, en efecto, más partidos políticos; se ha hecho más rico y variado el
“menú” de candidatos en cada elección; el mexicano tiene más opciones, si no en
cuanto a propuestas de políticas
integrales clara y vigorosamente diferenciadas y firmemente defendidas por sus
proponentes, sí cuando menos en materia de colores partidarios entre los cuales
escoger. El poder de la nación está mejor repartido que antes entre las
corrientes y grupos políticos, pero los niveles de bienestar de las masas, en
vez de mejorar, empeoran a ojos vistas. Y de ahí el acuerdo nacional de que
urge una democracia de resultados, tal como sostiene el presidente Peña Nieto.
Pero la cuestión clave que suscita este
planteamiento es la siguiente: ¿Por qué no se han producido hasta hoy esos
resultados, a pesar del innegable perfeccionamiento constante de nuestra
democracia? ¿Qué es lo que realmente hace falta para tener una democracia
eficaz, que satisfaga las justas aspiraciones populares? Hagamos un poco de
historia. Todo estudiante que haya completado su educación media superior sabe
que la democracia es uno de los más importantes legados que la Grecia clásica
dejó a la humanidad entera, pero lo que tal vez ese mismo estudiante no sepa
con igual precisión es que la democracia griega, la que alcanzó su máximo
florecimiento en el Siglo V a. C., funcionaba de un modo mucho más auténtico y
eficaz que cualquier democracia actual, y por qué sucedía así. Y es en estas
dos cuestiones básicas donde reside la lección más actual, con mucho la más útil,
que podemos extraer del modelo clásico del que hablamos.
La democracia griega era mucho más real y eficiente
que la nuestra por dos razones fundamentales. Primera, porque era una
democracia directa, es decir, el
pueblo entero en edad de hacerlo se reunía en las asambleas y discutía y votaba
los problemas más difíciles, como los más triviales, en pie de igualdad para
todos. Y las resoluciones ahí tomadas eran obligatorias, sin excusa, para los
órganos ejecutivos, so pena de la vida. Segunda, tal libertad e igualdad
políticas de las asambleas griegas eran la consecuencia de la igualdad real,
económica, medida en términos de la fortuna de los participantes, de modo que
los intereses de todos ellos estaban muy próximos, no eran antagónicos, y por eso podían
triunfar allí la razón y la lógica que esgrimían los mejores oradores y
tribunos. Éstos eran, pues, los que de hecho gobernaban. Pero esta igualdad
económica de los miembros de la “ecclesia”
(asamblea popular) se conseguía mediante el recurso de excluir de ella a
aquellos cuyos intereses no podían coincidir de ningún modo con los de los
ciudadanos “libres” y con patrimonio propio, es decir, a los esclavos (además
de a las mujeres y a los niños). Se trataba, pues, de una democracia para los
señores, no para los esclavos.
Ambas condiciones faltan entre nosotros. Hoy, dado
el gigantesco número de ciudadanos de un país (aun en los más pequeños),
resulta imposible la democracia directa; recurrimos por ello a la democracia
“representativa”, que consiste en elegir, mediante el sufragio ciudadano, a
quienes habrán de ejercer la democracia a nombre del pueblo. Pero, además, como
corresponde a la “doctrina liberal” que se hall0a en la base de todo Estado
“moderno”, no podemos excluir a nadie de esa democracia, salvo a quienes la ley
expresamente priva de ese derecho. Resultado: en ella participan ricos y
pobres, poseedores y desposeídos, patrones y asalariados cuyos intereses jamás
podrán coincidir, por más alarde de racionalidad y de lógica que se ponga en el
intento. Por eso, a las clases dueñas del dinero y del poder no les queda más
remedio que recurrir al carácter ficticio, aparente, lleno de trampas y
argucias (legales e ilegales), de “requisitos” y taxativas que la hacen
nugatoria en los hechos, de nuestra democracia, para conseguir imponer sus
intereses y sus candidatos a las mayorías populares.
Sin embargo, es un hecho que en el mundo se pueden
distinguir fácilmente distintos “modelos” de democracia, unos más perfectos (o
menos imperfectos si se quiere) que otros; y que los mejores, los que más se
acercan al esquema teórico, se dan precisamente en los países más
desarrollados, con menor número de pobres y con pobres que no lo son tanto como
los que viven en los países llamados “del tercer mundo”. En una palabra: la
democracia menos ficticia y chapucera se da justamente en los países menos
desiguales, allí donde la población que vota se acerca más a la “igualdad
económica” que caracterizó a la democracia griega, es decir, allí donde los
“resultados” son la condición previa y no la consecuencia de su mejor
democracia. Por ello resulta ineludible preguntarse: ¿Puede haber una
democracia de resultados en un país como el nuestro? ¿Basta la sana y noble
decisión de un gobernante moderno, como el que tenemos ahora en México, para
que la democracia responda a los intereses de los desamparados en un país tan
desigual como el nuestro?
Mi respuesta, lo más objetiva y exenta de servilismo
que puedo, es que sí, que ello es
posible siempre y cuando que añadamos una condición que no hace falta en los
países ricos: que se amplíen, respeten y apoyen con toda lealtad y con todo el
poder del Gobierno, los derechos y la libertad política del pueblo, tales como
los derechos de reunión, asociación, organización, petición y manifestación
pública de las masas populares, con el fin de equilibrar un poco el tremendo y
avasallador poder económico, político y mediático de las clases altas. Un
Gobierno que, como el mexicano, quiera dar resultados al pueblo en nombre de y
a través de una democracia de resultados,
necesita apoyarse en la fuerza y en la participación organizada del pueblo, siempre dentro de la ley y con pleno respeto
a los derechos de todos, pero buscando, eso sí, un mejor y más equitativo
equilibrio social y económico que hoy no
se da, puesto que la balanza está cargada, y muy cargada, al lado de los
privilegiados. Si no se hace así, si se ignora este sencillo requisito, no
habrá democracia de resultados. Y la
prueba irrefutable de esto está, precisamente, en lo que sucede hasta hoy en el
país: mucha democracia, pero la pobreza aumenta de modo incontenible a
cada hora y a cada minuto que pasa.