Aquiles
Córdova Morán | 29 agosto de 2013
Tribuna Libre.- En
las últimas semanas, con motivo de la reforma energética de la cual existen ya
tres formulaciones diferentes, presentadas a la nación por los tres partidos
políticos con mayor representación en el H. Congreso de la Unión (PAN, PRI,
PRD), he escuchado a personajes de la política nacional con quienes he tenido
oportunidad de intercambiar puntos de vista que, con un discurso pragmático, me
dicen sin rodeos: para convencerse de la absoluta necesidad de la reforma
energética y, lo que importa más, para orientarse bien sobre cuál es la que el
país necesita, es indispensable despojarse de viejas fórmulas, conceptos y
categorías con que antaño se acostumbraba visualizar la política; darse cuenta
cabal de que el mundo ha cambiado; que se ha vuelto cada día más
interdependiente, es decir, en cierto sentido, más unificado y que, por tanto,
se vuelve necesario flexibilizar al máximo las fronteras nacionales, hacerlas menos
rígidas y más permeables al comercio exterior y a la entrada del capital
extranjero, si queremos sobrevivir y prosperar en esta nueva situación.
Tal
punto de vista me ha hecho recordar una formulación teórica más abstracta y
general (por tanto, más abarcadora) del problema. En efecto, los pensadores
políticos de “avanzada” en el escenario mundial, hace rato que pusieron en
circulación la tesis de que el desarrollo de la “economía de mercado”, su
universalización y penetración hasta los más recónditos y apartados lugares del
planeta y hasta los últimos reductos de la economía de autoconsumo (por
ejemplo, la pequeña producción campesina, la elaboración doméstica de alimentos
como la tortilla, las sopas y los frijoles en nuestro caso, el agua, la producción
de la ganadería de traspatio como huevo, carne de pollo, de cerdo y de ganado
menor, etc.) cuya consecuencia es la formación, por primera vez en la historia,
de un verdadero y real mercado mundial y no sólo como un supuesto teórico de la
ciencia económica, está convirtiendo rápidamente al concepto de “país
independiente y soberano” en algo cada vez más vacío de contenido real y,
además, en un obstáculo para el desarrollo del mercado y, en consecuencia, para
el progreso de los países que se aferran a dicho concepto. La “soberanía
nacional”, dicen, que en un cierto momento jugó un papel revolucionario y
progresivo para el bienestar de los pueblos, hoy, bajo el empuje de la unidad
mundial, se vuelve cada vez más un obstáculo para ese bienestar. Por tanto, no queda
más que deshacerse de él a la mayor brevedad posible.
Por
esto, cuando escuchamos en los medios el llamado a liberarnos de “viejos
prejuicios” ya superados por la realidad; a actuar con audacia para romper
“atavismos” heredados de un pasado que ya no existe; a renunciar a “criterios
obsoletos” que hoy suenan a demagogia pura, totalmente ineficaces para
enfrentar y resolver los retos del presente, no hay manera de eludir la
conclusión de que se nos llama a superar el nacionalismo revolucionario heredado
de nuestro movimiento social de 1910; a dejar atrás el “estrecho” concepto de
soberanía nacional que estuvo detrás de todas las políticas nacionalizadoras
del pasado, incluida la Reforma Agraria que dotó de tierra a los campesinos que
hoy, a pesar de eso, viven en la más absoluta pobreza. Y me parece que la peor
respuesta que se puede dar a estos llamados es echar mano de las desgastadas y
manidas descalificaciones como “entreguismo”, “pro imperialismo”, “traición a
la patria”, etc., en vez de entrarle al problema de fondo y demostrar, de
manera puntual y rigurosa, que los supuestos fundamentales, tanto nacionales
como mundiales, en que se apoya ese punto de vista, son falsos, irreales, o,
por lo menos, que están exagerados, mal interpretados y peor aplicados. En mi
modesta opinión, si se operara de este modo, pronto se daría cuenta quien lo
intentara que los cambios y exigencias derivados del desarrollo del capitalismo
y del mercado a escala planetaria, son una realidad inocultable e ineludible
que no puede desvanecerse con exorcismos “nacionalistas” y de “soberanía
nacional”, por muy sinceros que sean.
Quien
sepa algo de la íntima relación entre política y economía, no podrá negar que
los Estados modernos, “soberanos e
independientes”, son obra de la burguesía; que fue su respuesta a la necesidad
del capital naciente de contar con un territorio y una población “propios”,
debidamente acotados y resguardados de cualquier invasión, de la competencia de
otros capitales en la misma fase de crecimiento y expansión. En un primer
momento, los conceptos de soberanía y
de nacionalismo fueron casi sinónimos
de proteccionismo económico, pues
éste resultaba indispensable para asegurar las mejores condiciones de
crecimiento y desarrollo al capital todavía débil, como todo recién nacido. El
primer síntoma claro de que esta fase había quedado atrás y de que, por tanto,
era necesario “romper el cascarón” nacional, fue el nacimiento y rápida
propagación del “librecambio”, del “libre comercio”. Hoy estamos ante la
última fase de este proceso: ya no basta el “libre comercio”; se hace
indispensable unificar al planeta entero bajo un mismo sistema económico, con
un solo mercado, el mismo régimen político y, si fuere posible, hasta una misma
religión. De aquí la prédica y la presión para eliminar en los hechos las
fronteras nacionales, aunque se conserve la ficción para consuelo de los
utópicos incurables.
Por
tanto, sin importar cuales sean las intenciones subjetivas de sus promotores,
lo cierto es que la reforma energética obedece a causas objetivas, a
necesidades y exigencias reales, muy difíciles de ignorar, del capitalismo
nacional y mundial. Y no creo, sinceramente, que sea en interés del pueblo
oponerse al desarrollo del capitalismo mexicano, ya que, tal como está, sólo le
garantiza pobreza y opresión cada día mayores. Y tampoco creo que pueda. Creo,
por el contrario, que sin reforma o con ella, pero sobre todo con ella, su tarea es educarse y organizarse para exigir
al Gobierno y al capital el pleno cumplimiento de sus demandas, carencias y
necesidades como el empleo, los buenos salarios y los servicios de calidad para
una vida digna. De no ser así, debe pelear el cambio de modelo económico o, en
su defecto, buscar la conquista del poder político del país para darse a sí
mismo lo que hoy se le niega. Nos guste o no, el capital mundial nos está
invadiendo, sometiendo y aprovechando por todos lados y de todas las maneras
posibles. ¿Es racional, entonces, arriesgarlo todo por defender los energéticos?
¿Para beneficio de quién? Porque es seguro que, bajo las condiciones actuales,
para el pueblo no será. ¿Es racional jugarse todo por defender un solo árbol,
cuando nos están talando el bosque completo? Se me antoja que, en cuanto a la
reforma energética, lo mejor es decirle a la gente como dijo Jesús: ¡dejad que
los muertos entierren a sus muertos!
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