Aquiles Córdova Morán| 29
noviembre de 2013
Tribuna Libre.- En
los noticiarios del lunes 25 de los corrientes se difundieron tres noticias que
invitan a la reflexión sobre lo que tales acontecimientos reflejan, quiero
decir, sobre las causas profundas que subyacen a tales fenómenos y de las
cuales ellos no representan sino el aspecto sensorial, perceptible por cada uno
de nosotros. Las noticias a que me refiero son las siguientes: a) los 5 países
miembros del consejo permanente de la ONU (Estados Unidos, Inglaterra, Francia,
China y Rusia) obligaron por fin a Irán a renunciar a su programa de
investigaciones nucleares a cambio del “permiso” para que pueda vender su
petróleo en el mercado mundial; b) el gobierno Israelí “autorizó” (?¡) la
construcción de 900 casas más (número redondo) en territorio palestino
militarmente ocupado por ese país; y c) el ejército norteamericano que
resguarda su frontera con México, rechazó a balazos y gas lacrimógeno a cientos
de indocumentados que, juntos y al mismo tiempo, pretendían cruzar al otro lado
en busca de trabajo.
En
la primera nota se abundó diciendo que el programa nuclear de Irán era
peligroso e ilegal. Peligroso, porque permitía a ese país construir armas
nucleares, lo que significaría una seria amenaza para la paz mundial; ilegal,
porque violaba flagrantemente la legislación internacional. Muy bien. Pero (y
aquí entra la segunda nota), el derecho
internacional, ¿autoriza a Israel a construir viviendas (o lo que sea) en
territorio ajeno, militarmente ocupado por esa nación? ¿No acaso la legislación
mundial rechaza el “derecho de conquista” y pone fuera de la ley a cualquier país
que pretenda anexarse territorios ajenos invocando el derecho del más fuerte?
“Autorizar” un acto tal, que a todas luces significa dar carácter definitivo a
una conquista militar, ¿no convierte al gobierno israelí en un “Estado rufián”
que pone en riesgo la paz mundial? No deberíamos olvidar, además, que ese
gobierno se ha opuesto con todas sus fuerzas a que la comunidad internacional
reconozca al pueblo palestino y a su gobierno legítimo como miembro de pleno
derecho de esa misma comunidad, representada en la ONU, y que el éxito de tal
política, ilegal e inhumana, se explica por el abierto y desafiante apoyo de
los Estados Unidos, que incluye las mismas armas nucleares que se le niegan a
Irán. Todo esto huele más a un juego sucio de intereses que a verdadera
preocupación “por la paz y la seguridad del mundo”. ¿Cuándo veremos u oiremos
que el G-5, el G-8, el G-20 o la ONU en pleno, acuerdan obligar a Israel a
desarmarse, a respetar la vida y la soberanía del pueblo palestino y a devolver
los territorios ocupados?
En
la nota del rechazo a los migrantes en la frontera sur de los EE. UU. resulta
muy simbólico, muy preñado de significados de todo tipo, ver en las pantallas
de la televisión a ese ejército de menesterosos, desharrapados, famélicos,
algunos lisiados, con una sola pierna y cojeando trabajosamente con ayuda de
las muletas, a madres con sus pequeños hijos a cuestas o llevándolos de la
mano, intentar un asalto condenado de antemano al fracaso, apoyados tan sólo en
su número y en su hambre, sin la protección del sigilo y la clandestinidad de
otros días, sino dando intencionalmente la cara a los cancerberos
norteamericanos y a la humanidad entera. Esa temeridad dice muy a las claras
que no se trata de un acto de ingenuidad, sino de un verdadero gesto de
denuncia, de un gigantesco grito de reclamo a los privilegiados y a la opinión
pública universal, para que se enteren de la magnitud y gravedad de la
injusticia social que reina en el mundo y se pongan a hacer algo en serio,
antes de que sea demasiado tarde. Y más simbólico e indignante se torna el
hecho, ante el contraste que ofrecen, de un lado, la horda famélica sin más
armas que su número, y de otro, los robustos, saludables y bien comidos
soldados del imperio, formados en orden de batalla y apuntando sus armas a la
plebe con gesto fiero, que no deja lugar a dudas sobre sus intenciones. Y como
telón de fondo, la gigantesca muralla de hierro y hormigón armado, levantada
para proteger a los mimados de la fortuna de la molesta presencia de la
hambrienta fauna que los acosa desde el sur del continente. Y a propósito de
esto, ¿qué dicen las plañideras de antaño que tantas lágrimas y declamaciones
prodigaron contra “el muro de la ignominia”, contra el “símbolo ominoso de la
feroz dictadura comunista”, ahora que un muro semejante ha sido levantado
contra los pobres por ese mismo “paraíso capitalista” que defendieron
antaño?
Se
dice que es un derecho legítimo de cualquier país vigilar sus fronteras y
decidir quién entra y quién no en su territorio, incluso si se trata de gente
que sólo busca un modo digno de ganarse la vida. Y tal vez, si aceptamos como
suficiente el enfoque puramente jurídico del problema, haya que reconocer la
validez de tal argumento. Pero, ¿de verdad basta este punto de vista para
analizar, calificar y resolver la cuestión de la creciente pobreza mundial,
causa profunda e innegable de la ola migratoria que azota al planeta? A mí me
parece que no. Creo, en cambio, que los poderosos de la tierra debieran, ante
advertencias como el asalto al muro norteamericano, recordar o aprender un poco
de la dialéctica hegeliana que, puesta previamente de pie por Marx, la aplicó
con todo éxito a la economía política del capital. Recordar que, según este
modo de conocer, pobreza y riqueza forman una contradicción dialéctica (es
decir, que la contradicción no es formal, no reside en el pensamiento sino en
la realidad misma), que implica que ambos opuestos se determinan, influyen y
condicionan recíprocamente; que ninguno
de los dos puede existir (ni siquiera entenderse) de manera aislada,
absolutamente separado de su opuesto, como no pueden hacerlo los dos polos de
un imán; que, por tanto, no pueden evolucionar cada una por su lado, sin
afectar la evolución del contrario y, finalmente, que tampoco pueden convertirse
jamás el uno en el otro. Son mutua y necesariamente dependientes y, al mismo
tiempo, mutua y necesariamente excluyentes.
De
esto se desprende que preocuparse por mantener la pobreza dentro de límites
tolerables, de suerte que los pobres no se desesperen ni sientan necesidad de
tomar por asalto la fortaleza de los ricos y, además, de modo que les permitan
vivir, conservarse, reproducirse y trabajar, equivale exactamente a conservar,
defender y acrecentar la fortuna de los ricos. Por el contrario, orillar a los
pobres a la desesperanza total y luego ponerse a erigir murallas de acero para
defenderse de su furia desatada, es una política suicida y, además,
absolutamente insostenible a largo plazo. La economía de mercado se funda en la
existencia de una gran masa popular sin acceso libre a los bienes de consumo y
a los medios de producción, por lo que no tiene más camino que el trabajo
asalariado en provecho de quienes, legítimamente o no, han monopolizado dichos
bienes y medios. Por tanto, tal economía no sólo permite, sino que exige la
desigualdad social, esto es, la concentración de la riqueza en pocas manos. Y
este fenómeno ocurre, exactamente igual y por las mismas causas, tanto entre
las clases al interior de cada país, como entre países a escala planetaria. Por
eso, la preservación del equilibrio necesario para el buen funcionamiento del
conjunto es tarea de cada país, pero también del mundo entero. Los países ricos
no subsistirán como pequeñas islas de abundancia en medio de un inmenso océano
de pobreza, aunque se encierren entre murallas de acero y hormigón. Debe
procurar, en cambio, un reparto más racional de la riqueza mundial promoviendo
en serio el desarrollo compartido de todos los países de la tierra. Y en tanto
se logra esto, deben abrir sus fronteras y dar trabajo a los pobres y
desempleados que ellos mismos han creado.
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