Aquiles Córdova Morán | 29 julio de 2014
Tribuna Libre.- El día 21 de julio de 2007 murió el maestro Víctor
Puebla (Víctor Manuel Torres Jiménez era su nombre verdadero), hombre de
teatro, director de escena y uno de los creadores más reconocidos y respetados
en el medio cultural poblano. Víctor Puebla (como él escogió llamarse y como
quiso ser conocido, por su amor a la ciudad que lo vio nacer) fue, como ya
dije, un hombre dedicado profesionalmente a la actividad teatral; pero no era
un director cualquiera. Un conocimiento profundo y concienzudo de la historia
del teatro, de sus orígenes, de su desenvolvimiento y desarrollo a través del tiempo;
una distinción precisa de las diversas corrientes y tendencias surgidas en su
seno, que no pocas veces chocan y se combaten entre sí tratando de obtener la
supremacía absoluta, le permitieron escoger, con plena conciencia, con pleno
conocimiento de causa, su posición estética, social y política en el terreno de
la actividad teatral.
Los orígenes popular-religiosos del teatro, surgido
de las grandes celebraciones en honor a Dionisos, dios de la risa, la alegría y
el vino entre los griegos; su difusión entre las capas humildes de la población
pobre y trabajadora de entonces mediante la legendaria carreta de Tespis, una
especie de teatro ambulante sobre ruedas que recorría la campiña griega; su
ulterior transformación en un espectáculo de masas (se dice que el teatro
Odeón, el primer recinto construido ex profeso para representaciones teatrales
en las laderas de la Acrópolis de Atenas, solía reunir a más de treinta mil
espectadores) en el cual se llevaban a escena las cuestiones filosóficas,
políticas y sociales de mayor trascendencia para la sociedad griega de aquel
tiempo, usando como pretexto algún pasaje famoso de su mitología; la evolución
que sufre en manos de los tres grandes trágicos (Esquilo, Sófocles y
Eurípides), pasando de ser en el primero una afirmación de la fatalidad del
destino humano, de la total impotencia del hombre para modificar lo que estaba
ya decidido de antemano por los dioses, a ser en el último una franca rebelión
en contra de esta fatalidad y de esta impotencia, una discusión, disimulada
pero revolucionaria para su tiempo, de la raíz mitológica de las desgracias
humanas (de la guerra de Troya por ejemplo), sugiriendo en cambio su origen
social derivado de los intereses económicos y políticos de los poderosos; todo
esto y más llevaron a Víctor Puebla a la conclusión de que el teatro, en su
origen espejo de los problemas del pueblo y arma poderosa para su
sensibilización y educación, le había sido arrebatado con el tiempo y era hora
de devolverlo a su legítimo dueño. De ahí que tomara una posición radicalmente
favorable por un teatro comprometido con los humildes de esta tierra.
El maestro Víctor Puebla no era dogmático ni
pendenciero en materia de convicciones artísticas. Respetaba y admiraba a los
grandes dramaturgos que han seguido y siguen caminos diferentes y hasta
opuestos al suyo; no despreciaba el genio de quienes prefieren abordar
problemas de innegable hondura filosófica, religiosa, ética e incluso política,
pero que preocupan sólo a pequeñas élites intelectuales que gustan de
reflexionar sobre las causas últimas y los primeros principios de la conducta,
de la existencia y de la felicidad humanas, pero en términos de una comprensión
y contemplación intelectual puras, un poco al estilo de los primeros escritos
de Aristóteles. Ni siquiera criticaba a quienes, dando un poco de lado al
problema del contenido esencial del teatro, centran todo su poder creador en
idear un lenguaje nuevo, nuevas formas de expresión, nuevos recursos formales
para decir lo que sienten o piensan, con absoluta indiferencia respecto a si
tal lenguaje, tales nuevas formas expresivas, son accesibles o no a los grandes
públicos, o siquiera a los aficionados de medio pelo que suelen llenar los
teatros del mundo. A todos entendía, respetaba y aplaudía; pero él, el maestro
Víctor Puebla, sólo llevaba a escena obras que reflejaran, y además con la
mayor claridad y sencillez posibles, los problemas de los desheredados de la
tierra. Quería que, gracias a su teatro, la gente tomara conciencia de su
situación y de la injusticia intrínseca que en ella se encierra. De ahí su
devoción casi religiosa por Moliere, por Darío Fo, por los dramaturgos
mexicanos como Rodolfo Usigli o Emilio Carballido, sólo por mencionar a algunos
de los grandes del teatro sobre los que conversé alguna vez con él.
Fue precisamente esta posición humanista, de hombre
bueno además de artista, lo que hizo, casi de manera natural, que se
encontraran, se entendieran y comenzaran a marchar juntos, el gran Víctor
Puebla y el Movimiento Antorchista Nacional, a través de su Comisión Nacional
Cultural a cuya cabeza se encuentran dos enamorados del teatro y de la cultura
en general: el ingeniero Juan Manuel Celis Aguirre y la doctora Soraya Córdova.
Juntos, en plena sintonía, con absoluta coincidencia en propósitos, metas y
métodos, fundaron la Compañía Nacional de Teatro del Movimiento Antorchista a
la que el maestro Víctor Puebla consagró, casi enteramente, los últimos años de
su fecunda vida. Grandes y trascendentes fueron los logros de esta compañía; gracias
a ella y a su ilustre director, miles, sí, miles de humildes campesinos,
colonos, obreros y estudiantes, supieron lo que es el teatro, presenciaron por
primera vez en su vida una obra de teatro y se rieron a mandíbula batiente,
reflexionaron seriamente sobre sus problemas o derramaron lágrimas sinceras
ante tragedias que para ellos eran más reales y más fuertes por haberlas vivido
o conocido de cerca.
Víctor Puebla se ha ido. El frente cultural
antorchista ha sufrido con ello un golpe terrible del que sólo lo podrán sacar
la tenacidad, el apoyo de quienes se benefician con su trabajo y el ejemplo,
siempre vivo y fecundo, del maestro, del amigo caído. Se dice, y yo creo que es
cierto, que la única inmortalidad posible a que puede aspirar un hombre es su
permanencia eterna en el recuerdo de quienes lo conocieron y amaron; que un
hombre sólo muere del todo cuando lo cubre en forma definitiva, como pesada
lápida que ya nadie puede remover jamás, el olvido absoluto de sus
contemporáneos y de las generaciones venideras. Si esto es cierto, Víctor
Puebla ha conquistado de pleno derecho la inmortalidad; vivirá mientras quede
vivo uno solo de los antorchistas a quienes consagró su vida. Lo afirmo sin
rastro de sentimentalismo barato ni demagogia de circunstancias.
Este modesto artículo forma parte del monumento
hecho de recuerdos que los antorchistas hemos levantado sobre su tumba.