Aquiles Córdova Morán | 12
Diciembre de 2014
Tribuna Libre.- No puede nadie poner en duda ni en entredicho
que sucesos como el de Tlatlaya, en el Estado de México, o la desaparición (y
probable privación de la vida) de 43 estudiantes normalistas en Iguala,
Guerrero, son crímenes nefandos que conmueven y sublevan la conciencia nacional
y que exigen, por eso, sin ninguna posibilidad de olvido ni de resignación, la
investigación incansable y rigurosa de las autoridades hasta llegar a las
raíces últimas del problema, hasta descubrir la cadena completa de los
culpables materiales e intelectuales, castigarlos en rigurosa proporción a la
gravedad de su crimen y resarcir a las víctimas y a sus familiares en todo lo
que sea humanamente posible y necesario. Nada me desazona tanto como el temor
de ser confundido con las plañideras de moda, que se desgañitan gritando una
indignación y un dolor que no sienten solo para ganar reflectores y una fama
efímera; pero creo que de no reiterar aquí mi punto de vista sobre los crímenes
mencionados, lo que diré en seguida despertará la suspicacia y el franco
rechazo de muchos, que lo tomarán como un intento de congraciarse con los
poderosos.
Como consecuencia de la tardanza (no sé si
justificada o no) de las autoridades para ofrecer resultados concretos y
completos sobre las desapariciones de Iguala, han ido aflorando dos fenómenos
que no necesariamente se explican y justifican por el carácter terrible y
profundamente hiriente del suceso que los provoca. Se trata, 1) del ataque,
destrucción e incendio de varios edificios públicos y privados en Guerrero,
Oaxaca, Michoacán y varias otras entidades, incluida la capital del país donde
la violencia ha sido particularmente aparatosa, e incluso aventurera e
irreflexiva (el ataque a Palacio Nacional, cuyo resguardo está a cargo del
Ejército mexicano, pudo haber desencadenado una crisis de proporciones
incalculables). Sobre esto ya he hablado en un artículo anterior. 2) De la
orientación que ha ido tomando la protesta de los agraviados, cada vez más
virulenta y más parcialmente dirigida en contra del gobierno federal y, en
particular, en contra del jefe del Ejecutivo, el Presidente de la República.
Como a todos consta, han arreciado las descalificaciones, las acusaciones, los
dicterios (abiertos o disfrazados) personalizados y, últimamente, la exigencia
de su renuncia al cargo.
Y esto es preocupante no porque jamás haya
ocurrido antes en la historia política del mundo, sino porque ocurre sin que
nadie, que se sepa públicamente al menos, ha dicho hasta hoy, ni menos
demostrado, que la responsabilidad del delito recae, aunque sea en una mínima
parte y de algún modo (por ejemplo, por omisión dolosa o culposa), en el
gobierno de la República o en el titular del Ejecutivo. Nadie tampoco ha
refutado (ni mal ni bien) la versión oficial de que el secuestro de los
normalistas fue resultado de la acción concertada de las autoridades
municipales de Iguala (que no pertenecen al partido del Presidente) y de un
grupo del crimen organizado conocido como “Guerreros Unidos” (aunque el nombre
del gang es lo de menos); y nadie ha
rechazado la responsabilidad por inacción del entonces gobernador de Guerrero
(que tampoco era del partido del Presidente), puesto que nadie ha protestado
por su renuncia al cargo. Y si esto es así, como a todos nos consta que lo es,
¿dónde está, de dónde se desprende la culpabilidad y las acusaciones que se
están lanzando sobre el gobierno federal? Puede ser que alguien diga, o piense,
que su culpa radica en la sordera, insensibilidad y falta de respuesta a los
reclamos de los ofendidos; pero un brevísimo repaso a los hechos demuestra que
esto tampoco es así. 1) Se exigió la investigación y el castigo a los
criminales, y aunque esto aún no se ha concluido, nadie puede negar que hay
avances serios, como la detención de varios de los implicados más relevantes.
2) Se exigió continuar la búsqueda de los jóvenes sobre la base de que aún
están vivos y, ciertamente, pocos ejemplos habrá de un rastreo más minucioso de
todo el territorio guerrerense en busca de los desaparecidos. 3) Se demandó la
intervención de peritos argentinos y el gobierno accedió de inmediato. 4) Se
pidió una investigación más especializada sobre los restos calcinados, y ya se
encuentran en una universidad austriaca. 5) Se exigió información puntual de
los avances a los familiares, antes incluso que a los medios, y así se viene
haciendo puntualmente. 6) Se exigió diálogo directo con el Presidente y éste
soportó estoicamente seis horas de discursos y reclamos, al cabo de los cuales
dio respuesta pública a los presentes en la reunión. ¿Se puede, entonces,
acusarlo válidamente de sordera, insensibilidad o desatención? Lo que en
realidad sorprende es que ninguna de estas sencillas puntualizaciones se haya
hecho, de cara al país, por parte de algún miembro del gabinete a quien
corresponda hacerlo. El Presidente ha tenido que defenderse solo.
Ahora bien, analistas bien informados dicen
que la campaña es impulsada por organizaciones políticas que difieren, por
principio y desde siempre, del priismo, los cuales ven en esta coyuntura la
oportunidad de desplazarlo y hacer avanzar su propio proyecto de país. Los
medios afirman que los ataques a instalaciones y la guerra contra el Ejecutivo
no es de los agraviados sino de pequeños grupos de infiltrados en sus filas y
de organizaciones con capacidad de movilización pero ajenas al conflicto. Puede
ser. Pero hay otros síntomas que no cuadran en este esquema. Es raro que un
“cómico de la legua”, que jamás se ha interesado, ni poco ni mucho, por los
problemas del país, de pronto resulte un experto en política que acusa de todo
a la actual administración y exige justicia y otras cosas más arrogándose, nada
menos, que la representación nacional. Parece que aciertan quienes dicen este
“nuevo líder” es la boca de ganso de un poderoso medio que no está conforme con
lo que ha recibido del gobierno actual. Pero hay más. Han salido a “defender a
las víctimas de Iguala” la ONU, el Parlamento Europeo, la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, el Congreso Norteamericano, el New York Times y hasta el Sumo Pontífice
Romano; además, hay protestas masivas en Europa, en Estados Unidos y en otros
puntos del planeta con la misma exigencia. ¿No es evidente en todo esto una
orquestación central? ¿Es que el caso Iguala supera en horror y trascendencia a
las guerras de Irak, Afganistán, Libia, Egipto, Siria y Ucrania, por mencionar
algunas? ¿Es el secuestro de 43 jóvenes mexicanos más condenable y horrorizante
que los degüellos públicos, la “limpieza étnica” y la masacre de kurdos y de
cristianos que perpetra el “Emirato Islámico”, amparado por Estados Unidos? ¿Y
no es paradójico y sorprendente que quienes se rasgan las vestiduras por el
caso Ayotzinapa, no digan esta boca es mía sobre los crímenes y masacres que
enumero? Muchos de ellos, incluso, los han aplaudido abiertamente.
El Movimiento Antorchista Nacional no puede
ser acusado, por razones que están a la vista de todos, de ser un privilegiado
del actual gobierno y de hablar interesadamente por él. Contrastando
fuertemente con la atención y el tiempo (merecidos desde luego) que le dedica a
los afectados por los secuestros; incluso con la largas e infructuosas horas
que varios funcionarios de la SEP se gastan “dialogando” con los politécnicos,
los antorchistas no hemos recibido una explicación digna de crédito sobre el
secuestro y asesinato de don Manuel Serrano Vallejo; ni siquiera nos han
devuelto sus restos, demanda mínima de su esposa e hijos y del antorchismo
nacional. El Subsecretario de Gobernación, Lic. Luis Miranda Nava, no halla en
su apretada agenda ni 30 minutos para escuchar y atender las demandas de los
antorchistas. Ésa es la verdad. Pero esto no puede ser excusa válida para que
dejemos de respetar y manifestar la verdad de los hechos tal como la
entendemos, ni para dejar de cumplir con nuestro deber de alertar sobre los
peligros que entraña para el país, para la paz social, para el crecimiento y
desarrollo económico y para la independencia y la soberanía nacional, el ataque
combinado de ambiciones internas y proyectos externos de hegemonía mundial. Si
no advertimos el peligro y no huimos a tiempo de los cantos y encantos de
falsas sirenas, corremos el peligro de caer en una crisis mayor y más grave que
la que estamos tratando todos de remediar en estos días. Por eso hablamos. Y
que la historia nos juzgue.