Aquiles Córdova
Morán | 08 septiembre de
2015
Tribuna Libre.- A mucha gente no le gusta decirlo ni que se lo digan, pero es la
verdad. La elevación científica, la auténtica, aquella que debe y puede
realmente constituirse en el soporte y en el motor del desarrollo
técnico-económico (y, por ende, de todo desarrollo) de un país, se trate de la
nación entera o de un individuo en particular, solamente se logra con
disciplina, con dedicación, con arduo trabajo para adquirir los hábitos
fundamentales del estudiar y el pensar ordenados y científicos.
Las cápsulas culturales, los estudiantes de “ratos libres”, los
semestres de un mes, los cursos “pagados con trabajos”, las “carreras cortas”,
los cursos intensivos o “de verano”, no son, aunque moleste, más que simples
fraudes más o menos disimulados que satisfacen, eso sí, intereses específicos,
inmediatistas, tanto de quien los imparte como de quien los recibe. Tales
prácticas educativas, lejos de contribuir en serio a difundir entre la
población en edad de estudiar, el verdadero espíritu de disciplina y sacrificio
que exige la auténtica capacitación científica y profesional, logra, y con un
éxito y rapidez sorprendentes, el resultado opuesto: la irresponsabilidad, la
ligereza, el utilitarismo economicista y la total falta de verdadero amor y
entrega al estudio disciplinado y profundo.
Es evidente que uno de los grandes problemas del sistema educativo
nacional, sean cuales fueren sus causas, es precisamente su manifiesta
incapacidad para crear en el educando el hábito de estudio, el amor apasionado
por la ciencia, la avidez de conocimientos que lo lleve a perseguirlos con
tesón, en una palabra, el espíritu de sacrificio que lo anime, incluso, a
robarle, si fuera necesario, algunos ratos prolongados a “los placeres de la
juventud”. Por el contrario, el perfil del estudiante típico, “promedio”, si se
me permite hablar así, es el de aquel que se considera a sí mismo “listo”
porque falta al mayor número de clases posible, no toma notas en la cátedra,
jamás consulta un libro, estudia sólo en vísperas del examen y sólo lo que
considera “probable” que le pregunten y, en cambio, siempre aprueba sus
materias.
La consecuencia de todo esto, como lo dice y lo repite todo mundo, es
el descenso en picada de la calidad académica de nuestros educandos y de
nuestros profesionales, sobre todo (así se afirma al menos), de los egresados
de las instituciones públicas de educación superior.
El problema no es, como se ha tendido a simplificar con fines
polémicos en los últimos tiempos, un problema de “excelencia académica”. Es una
cuestión de progreso económico, de desarrollo social; es un problema de
vivienda, de alimentación, ropa, calzado, medicinas; es un problema de
infraestructura urbana y rural, de adecuada explotación de los recursos
naturales del país, de adecuada explotación y uso de nuestros recursos
energéticos, sobre todo, de una auténtica y nacionalista modernización de la
planta industrial del país. Es un problema, en suma, de desarrollo, soberanía
nacional y justicia social.
En nuestros días es un lugar común el que la raíz y el motor del
progreso de las naciones más avanzadas del mundo está, precisamente, en su gran
desarrollo científico y tecnológico, en los avances que, día con día, consiguen
esos países en el conocimiento y dominio de las leyes que gobiernan la
naturaleza, arrancándole a la misma sus secretos más íntimos para ponerlos al
servicio de su propio desarrollo industrial y económico, y un corolario,
también muy conocido y aceptado en nuestros días, de esta verdad fundamental,
consiste en que todos aquellos países que no quieran o no puedan desarrollar un
esfuerzo sostenido y suficiente en este terreno, estarán condenados al
subdesarrollo, a la pobreza de sus habitantes y a la eterna dependencia y
explotación colonial de los países poderosos y científicamente desarrollados.
De todo esto se desprende, sin ninguna violencia, que toda posición
política auténticamente patriótica, nacionalista y revolucionaria,
independientemente de sus matices específicos, tiene que postular (y defender
en forma consecuente, con hechos, con su política específica de todos los
días), como uno de sus principios medulares, la creación de un sistema
educativo nacional que funcione de modo tal que garantice la formación de
profesionales, en todas las ramas, progresistas, sí, nacionalistas, sí, pero
también y fundamentalmente auténtica y profundamente capacitados, en sus
distintas especialidades, para enfrentar y resolver todos los grandes problemas
que plantea el desarrollo nacional.
Y salta a la vista, también, que esto no se conseguirá, de ninguna
manera, si nuestras universidades e institutos de educación superior (y todo el
sistema educativo nacional en su conjunto), junto con las tremendas fallas
históricas que todo mundo les reconoce y señala, deben cargar, además, con las
frecuentes suspensiones de sus actividades esenciales (las de la enseñanza,
educación, investigación y difusión de la ciencia y la cultura) por motivos tan
justos, sí, pero tan baladíes comparados con los intereses que tales
suspensiones dañan y tan fáciles de solucionar por otros medios, como son las
periódicas revisiones de contrato colectivo de sus trabajadores manuales.
México es un país pobre (no de recursos humanos y materiales,
naturalmente), rezagado económica, social y culturalmente, que está
requiriendo, por tanto, un profundo cambio en todas las políticas nacionales
con vistas a corregir errores, a enderezar los rumbos y acelerar el paso, para
lograr una plena y verdadera justicia social (que tiene que comenzar con una
verdadera justicia económica) para las grandes masas populares, obreras y
campesinas de nuestro país.
El verdadero espíritu revolucionario exige, en estas condiciones, que
todo el sistema educativo nacional, y la educación superior en particular, se
sumen a esta tarea con autenticidad, con patriotismo y con altura de miras.
Las huelgas prolongadas, estalladas a cada paso, por aumentos
salariales o violaciones a los contratos colectivos de trabajo, dígase lo que
se diga, operan en sentido contrario: Los verdaderos luchadores populares
tienen el deber de repensar sus tácticas en este terreno.