* El asesinato de un joven desata el repudio
* Como Fidel con el inmolado * Violencia sin límite * Violencia y
voto de castigo * Réplica de los Yunes Landa * “No somos
aviadores” * Se ciñeron a lo que indica el IPAX * Pepetoño
González, el matacoyotes * Amenaza a los vecinos del predio Zona Dorada
Mussio Cárdenas Arellano | 16
marzo de 2016
Tribuna Libre.- A Fidel Herrera lo
marcó Ramiro Guillén Tapia, envuelto en llamas, dejando la vida, ahogado por el
humo tóxico que iba destruyendo sus pulmones. Lo marcó esa protesta, brutal,
frente a palacio. A Javier Duarte un féretro, ahí, en Plaza Lerdo, como signo
de la violencia, de la barbarie, de un gobierno postrado de rodillas ante el
crimen organizado.
Xalapa y Veracruz
entero se sacuden ante la protesta de un padre y su familia que vieron morir
heroicamente a Carlos Fernando Hernández Domínguez, de solo 16 años, enfrentado
a delincuentes al impedir un secuestro, el del autor de sus días.
“Sólo tenía 16
años”, dice una cartulina, sostenida en sus manos por familiares. Era un
adolescente y eso potencia el reclamo, el repudio, la ira contra un gobierno,
desgobierno total, el que encabeza Javier Duarte.
A bordo de una
camioneta, se halla el ataúd blanco. En otros vehículos transportan flores
blancas. En sus costados se observan mantas con leyendas en que la protesta es
palpable. Atónitos observan los curiosos, los de pie y los que ven a través de
los cristales del palacio de gobierno.
“Mi hijo es un
héroe”, refiere su padre con un valor que impone, trasluciendo el dolor pero
también el reclamo de una sociedad harta de la impunidad con que se conduce el
crimen organizado, la delincuencia común, el aparato policíaco coludido con el
hampa, el área judicial penetrada, infiltrada, permeada por el mal.
Suenan las bocinas
de los autos que transitan por avenida Enríquez, solidarios con los deudos, el
padre, las mujeres, los varones, gente humilde, de trabajo, como es José Carlos
Hernández Marín, propietario de “Pollos Campirano”.
Captan los medios
de comunicación la escena, la protesta frente a palacio de gobierno, e inundan
las redes sociales, los portales de noticias, dejando huella de que a ese grado
ha llegado el mal gobierno de Javier Duarte.
Dos días atrás, la
noche del sábado 12, la noticia sacudía a un amplio sector de Xalapa. Decíase
que en la capital, sobre la avenida Villahermosa, ocurría una balacera, otra
más, común ya para los vecinos de la otrora ciudad más segura de Veracruz.
No era así. No fue
balacera sino intento de secuestro contra el propietario de la negociación,
José Carlos Hernández Marín, a manos de una banda que lo interceptó.
Carlos Fernando,
su hijo, los enfrentó. Fue asesinado por el grupo delincuencial, pero salvó a
su padre.
En cosa de horas,
la indignación recorrió Xalapa, sacudió a Veracruz, concitó condenas y repudio
a un gobierno sin brújula, extraviado Javier Duarte en un mar de
contradicciones, fanatizado con el Twitter, alardeando de una lucha al crimen
organizado que nadie ve, que nadie siente, que es observada como la gran
batalla perdida por el régimen priista en el poder.
Un ataúd blanco
frente a palacio de gobierno es un golpe brutal, demoledor, al hombre que nació
para todo menos para gobernar, azotado Javier Duarte por la ola de violencia,
por el baño de sangre, por la complicidad de su policía, sí, su policía
estatal, su policía acreditable, sus fuerzas de seguridad que terminan
levantando gente inocente y entregándolos en manos de malosos, como ocurrió en
Tierra Blanca, cuando cinco jóvenes que regresaban de vacaciones, el 11 de
enero, procedentes de Veracruz y con destino a Playa Vicente, su lugar de
origen, fueron llevados con rumbo desconocido por uniformados que luego los
entregaron a los malosos.
Habrían muerto los
cinco, desnucados, según la declaración de uno de los policías implicados,
cocinados, convertidos en ceniza y luego tirados a un río, aledaño al rancho El
Limón donde los torturaron. Oficialmente identificaron los restos de dos, pero
ni los familiares ni medio Veracruz le da crédito a la voz sin solvencia moral
del gobierno.
Un ataúd blanco es
símbolo de pureza frente al mal que anida en un gobierno dedicado a trastocar
la paz, a frustrar los sueños de millones de veracruzanos, a pervertir la
tranquilidad, a sembrar duda y temor.
Dice su padre que
Carlos Fernando es su héroe. Y sí que lo es. Le salvó la vida y ofrendó la
suya. Se fue a los 16 años, al caer el día, el sábado 12, cuando ya no había
más que hacer.
“Mi hijo es un
héroe, dio la vida por defenderme a mí y a su hermano menor… A mi hijo le
quitaron la vida unos malditos rufianes que sólo con las armas se dan el valor
de matarlo a uno. Me siento muy orgulloso de mi hijo, él es mi héroe”, dice el
padre entre grabadoras de reporteros, frente a las cámaras que captan la escena
inédita en años, no la única pues otros deudos han llevado ahí a sus familiares
para hacerle sentir al gobierno inútil que su gestión ya no da más.
“Estamos hasta la
madre”, expresa José Carlos Hernández Marín, el padre, y están hasta la madre
millones de veracruzanos que ya no atinan a qué temerle más, si a los
delincuentes o a la policía o a los políticos que lucran con la violencia.
Refiere el portal
Plumas Libres en su reseña sobre el féretro frene al palacio, la sede del
trastocado gobierno de Javier Duarte:
“‘Exijo justicia
—reclama José Carlos Hernández—. La vida de mi hijo no puede quedar así, en manos
de esos malandros… Necesitamos poner un alto a todo este tipo de problemas. ¡Ya
estamos hasta la madre!, y perdón por la expresión, pero no sé qué tendrá que
pasar para que alguien haga algo, no sé a quién dirigirme. Exijo justicia”.
Que no quede
impune el crimen, exige el padre del joven asesinado. Hernández Marín se
indigna. Asume su indefensión. Se sabe al alcance de grupos criminales que
llegan y toman la vida de familias enteras, víctimas cotidianas de la
violencia.
“No me da miedo
morir, pero me gustaría morir por algo que valga la pena no por gente sin
escrúpulos”, sentencia.
Dueño de Pollos
Campirano, dice Hernández Marín que los matones piensan que por tener una
empresa, tiene dinero. Y no es así. Se gana la vida con ello, le da empleo a
gente que lo requiere. Pero rico no es.
Describe Plumas
Libres:
“Luego de la
presentación del cortejo fúnebre en la Plaza Lerdo, frente a Palacio de
Gobierno del Estado para exigir justicia, la familia Hernández Domínguez se
dirigió al panteón para dar sepultura al joven de 16 años”.
Un féretro blanco
en Plaza Lerdo o Plaza Regina Martínez marca a Javier Duarte. Es su signo, su
estampa, lo que define que nunca pudo con la violencia, devorado por el hampa.
Y éste es el que recomendaba a los periodistas “portarse bien”.
Que se porte bien
su policía; que se porte bien el “general” de cero estrellas, Arturo Bermúdez
Zurita, el que protege comandantes que reprueban exámenes de control de
confianza, como Marcos Conde, señalado de desaparecer jóvenes, como el caso
Tierra Blanca; que se porte “Culín”, alias el fiscal Luis Ángel Bravo
Contreras, guionista de telenovelas que luego acomoda a la investigación
judicial, increíbles sus historias, sus coartadas, siempre primero el muerto y
luego la explicación, saliendo a la palestra a lucir el atuendo y la vaselina,
hacer el relato el fracaso y exhibir a los culpables tan mal acusados que luego
se le van.
Un hombre en
llamas, Ramiro Guillén Tapia, asesor de indígenas y campesinos de la sierra de
Soteapan, destruido sus pulmones por la acción del humo, su piel lacerada, el
espectáculo que inundó las redes sociales, que llegó a la prensa, marcó para
siempre a Fidel Herrera Beltrán.
Su gobierno fue
insensible al reclamo social. Toreaban sus operadores a los olvidados, les
daban cita y les cancelaban, les prometían y les fallaban, atizaban la
esperanza y luego el desengaño.
Un día, el 1 de
octubre de 2008, Ramiro Guillén se prendió fuego en Plaza Lerdo. Ardía el
hombre, su paso lento, el grito desesperado, la mirada de asombro, a angustia
de los que lo veían morir.
Destruidos sus
pulmones por el humo tóxico, ahí quedó el viejo luchador social, de una estirpe
sana, digna, hombres que han dejado huella en el sur.
Marcó la muerte
brutal de Ramiro Guillén a Fidel Herrera, entonces gobernador de Veracruz,
indolente ante las voces que exigían ser escuchados, sus demandas canalizadas,
su vida medio reparada.
Marca un féretro
blanco a Javier Duarte. Es el de Carlos Fernando Hernández Domínguez, víctima
de los malosos, a quienes enfrentó, a quienes les impidió que su padre fuera
secuestrado.
Marca a Javier
Duarte una protesta, féretro y flores, la vida cortada de un joven que a los 16
años le da una lección.
Él —Carlos
Fernando— enfrentó a la delincuencia como Javier Duarte no lo sabe, ni lo
quiere, ni lo puede hacer.
Él es un héroe;
Javier Duarte un rufián.
Archivo
muerto
No somos
aviadores, dicen los Yunes Landa, tras la revelación de sus fichas en el
Institución de la Policía Auxiliar y Protección Patrimonial (IPAX). Su réplica
aquí: “Leí con atención tu columna en donde haces referencia a mi persona y a
mi familia. Al respecto te comento: 1.- El Derecho a portar armas está
establecido en el marco legal vigente. 2.- La Ley establece criterios precisos
que debe cumplir un ciudadano para obtener el permiso correspondiente. 3.-
Tanto mi padre, como mi hermano y yo cumplimos con esos requisitos. Mi hermano,
candidato a la gubernatura, no tuvo relación con nuestra gestión. 4.- No somos,
como establece en su nota, aviadores. No lo hemos sido, no lo somos y no lo
seremos nunca. 5.- Como es del dominio público, no tenemos necesidad de cobrar
en ninguna institución pública. Somos empresarios. 6.- Gozamos de los permisos
de portación de armas desde hace más de 25 años. 7.- Solicitamos a la
Institución la renovación de los permisos, determinando sus autoridades el
procedimiento que se siguió, incluyendo la toma de fotografías. Le agradezco su
generosa disposición de atender nuestra petición de aclarar este tema. De
verdad, muchas gracias. Atentamente César Yunes Landa”. Muchos otros, políticos
y empresarios, líderes sindicales y hasta periodistas, andan igual, sacudidos
por la violencia, amagados por el secuestro, inermes ante la acción de los
malosos, en el Veracruz duartista, inundado de sangre. Hay más fichas, más
personajes, más rostros, más uniformes… Megalío el de José Antonio González
Anaya, el matacoyotes. No termina aún la disputa por el predio Zona Dorada,
entre el malecón, a un costado del hotel Fiesta Inn, y la avenida Universidad,
junto a la Universidad Veracruzana, en el poniente de Coatzacoalcos, del que el
director de Pemex se dice dueño, y ya hay escándalo por arrasar con maquinaria
el área donde habita una manada de coyotes y demás fauna silvestre. Llega la
empresa depredadora, no exhibe permisos ni acredita la propiedad, devasta dunas
y mata a un coyote, de 17 que por más de una década han permanecido ahí.
Identifican a un tal Alfredo Ramón y le piden una explicación. “Y den de santos
que estoy de buenas porque hasta los podría desaparecer”, responde, obvia la
amenaza, refieren los vecinos del lugar, los que han dado de comer a los
coyotes, los que les han preservado la vida y que hoy pugnan por respetar el
hábitat. Ya tramita acciones legales la familia Vidal, que esgrime tener el
instrumento notarial para reclamar el predio al director de Pemex, el ex
concuño de Carlos Salinas de Gortari, que maniobró para que la Suprema Corte de
Justicia de la Nación atrajera su amparo, ilegalmente, y luego, con una
jugarreta, le concediera el beneficio de la fechoría por encima de los derechos
de don Inocente Armas, que también esgrime ser el legítimo propietario. Mata
coyotes Pepe Toño González Anaya. No sólo manda a la calle a miles de
trabajadores petroleros. Y no tarda en enfrentar la acción de organismos defensores
de la fauna silvestre, del derecho de los animales, y una declaratoria de
protección ambiental, con apoyo internacional. Se lo va a agradecer Pepe Toño,
el matacoyotes, a Alfredo Ramón…