Lenin
Torres Antonio | 09 mayo de 2018
Tribuna Libre.- Hoy día deseamos como nunca lenguajear (crear
nuevas letras) sobre los espacio y determinar el lugar y la naturaleza que
ocupan los actores en la escena trágica del silencio humano, insistir en los
mitos constitutivos, y convocar a los dioses, y al gran dios: La Ciencia, El
Estado, La Ley, El Gran Otro, Las Otredades, La Razón, ÉL, que sigan dando
cuenta de nuestra peculiar realidad en este mundo, que nos salven de la
vorágine pulsional, que nos devuelvan la unidad perdida y recuperemos nuestra
hermosura perdida en los brazos de los mil rostros esquizofrénicos en que hemos
convertido el armonioso binomio cuerpo-alma, que nos vuelvan a convencer que el
paraíso existe, y que el infierno está ahí para castigar nuestra maldad, que el
amor es el reducto hegeliano que posibilita el lazo social.
Vivimos tiempos de silencio, faltan nuevas
letras, la realidad se vuelve monótona, la angustia por no saber a qué le
tememos nos hace aniquilar al otro, incluso a nuestra imagen reflejada en el
espejo, por no saber qué somos, posibilitando al hombre insustancial que resume
nuestras historias de lo que creímos ser.
Continuamos creyendo en el Estado Democrático
como la más refinada forma de organizar la vida en la ciudad, la cosa pública,
en el Estado de Derecho que administra y regula el castigo y la potestad de
ejercer la violencia, en La Civilidad Abstracta del hombre social-contractual
que es capaz de reprimir su libido en harás del bien común, y organizar los
espacios donde sea posible que todos seamos iguales, en la Razón como la
facultad que ilumina todo nuestros oscuras noches y dudas, en el Gran Dios que,
parafraseando a Freud, nos hace “unos caminantes que al cantar en la oscuridad
negamos nuestros miedo, pero no por ello vemos más claro”. No obstante, una y
otra vez, la realidad nos escupe a la cara: que hay un agotamiento del Estado
Democrático, incapaz de hacer que nos corresponsabilicemos de nuestros espacios
públicos, que el uno y el otro se hagan una sola, que el Estado de Derecho no
sea capaz de garantizarnos convivencia pacífica, que existan otros capaces de
ejercer la violencia y formar otros Estados de Derecho, que el ejercicio de
gobernar haga flaquear al más pintado
moralista, que el Proceso Civilizatorio se resuma sólo en modales de cómo
decirle al otro que soy el que tiene el poder, y formas refinadas de organizar
el escenario, los espacios, donde el más fuerte someta al débil, que La Razón
solo ilumina el camino de los que ostentan el poder mediático y ahora virtual,
que Dios sólo sirve para consolarnos en el lecho de la muerte, y que los
creyentes son unos vulgares dobles caras.
Hace más de dos mil años que seguimos
circulando en la conceptualización de la naturaleza humana descrita por Platón,
sus diálogos se han agotado y no nos hemos dado cuenta. Hoy no podemos apelar a
ese pasado glorioso, ni siquiera nuestros pensadores sobre cuestiones humanas y
mundanas, pueden decir más, el hombre ha muerto, y su futuro se debate por un
lado en revitalizar su evangelio humanista a ultranza, o esperar a otro Platón
que nos rescate de las sombras de las cavernas.
Lo macro resulta perverso, lo micro
primitivo, los procesos globalizadores se han topado con lo mismo que se venía
huyendo, de la avaricia del tirano y de los caciques de los pueblos, las
instituciones supranacionales son una caricatura que los Estados Unidos se las
pasa por los huevos cada vez que quiere, lo que más le preocupa a la ONU es que
el Imperio le retiré la onerosa cuota voluntaria para que continué legitimando
este mundo global de derecho.
Hace un tiempo propuse que reorientemos hacia el municipio
ese proceso global, y con gran razón, pues, lo que importan son los municipios
no las naciones, pues en estos pequeños cúmulos de espacio descansa la tierra
que pisamos, el folklor de nuestras identidades, no es azaroso que la palabra
folklor encuentra ligazón con el Volk alemán, el pueblo, entendido como el
sentimiento de la gente que comparte un origen, y quizás, allí, se encuentre la
posibilidad de compartir algo con unos cuantos y también la factibilidad de
relacionarnos con los otros pueblo, en un choque agónico de
identidades/identificaciones, la respuesta también está en la demografía.
El vacío paulatinamente se está convirtiendo
en silencio, es ahora la “era del silencio”, parece ahora lejano la sentencia
“hombre de la nada” definido por Nietzsche, quien al menos tenía “esa nada”,
que construía su peculiar idea de mundo, donde los espacio eran lengujeados
para soportar la extrañeza, el malestar que nos enunció Freud. Ante el
silencio, ahora nos refugiamos en nosotros mismo, nos ensimismamos erigiendo
nuestros cuerpos en un templo, éste último reducto, también se colapsa.
¿Hay acaso otro lugar que nos devuelva a
nuestro sueño en vigilia, que haga que otra vez nos veamos exclusivos?, la
caída de la unidad humana es predecible, y una convocatoria se hace urgente, la
respuesta a la pregunta ¿qué somos? se hace esperar, y demanda inteligencia,
astucia y terquedad. No es fácil la tarea que le dejamos a las nuevas
generaciones, impotentes ¿Sólo nos resta desearles suerte? o ¿debemos seguir
esperando que la locución latina, “homo homini lupus”, sea contradicha por un
novedoso y ahora si eterno contrato social?
La caída no es tan sola epistemológica, sino
real, porque devela al ser en el no-ser.
En suma, como cultura, arquetipo que circula
y se recrea en la conciencia de un sujeto colectivo, la moral, la razón, son de
lo social, se recrean en la esclavitud de los otros cuerpos, aumentando el
grosor de la piel, asumiendo el concepto como forma de vida. El hombre no puede
ocultarse bajo esa vestimenta, y tarde o temprano, es el mismo, el de siempre,
el que en la locura se presenta solo, mejor dicho, consigo mismo. El que
necesita retirarse de vez en cuando a las montañas, y volver para emprender una
vez más el intento de dejar su marca en los demás; círculo vicioso de la
indiferencia, lucha por la unicidad, ser el gran Uno, el omnipotente que desde
su solipsismo se vanagloria de su existencia, aun cuando solamente en los demás
pueda encontrarse y ser.
Estos tiempos, donde al igual que una escena
de la película Apocalypto, se recrea la muerte del otro como un sacrificio a
los dioses, y perplejos vemos correr la sangre y el caer de los cuerpos
separados de sus cabezas por doquier, donde “el bueno” y “el malo” intercambia
posiciones, y nos recuperamos de la transvaloración que hicieron los esclavos,
dejando al descubierto que simplemente “bueno” es el poderoso y “malo” el
débil.
El advenimiento de la nueva era está en un
tiempo por venir, y como consuelo debemos agotar al máximo la fe en la idea de
mundo que construimos y al igual que las cruzadas debemos volver a nuestros
lugares sagrados y defenderlos estoicamente, e iniciar una evangelización
política y ética casa por casa, escuela por escuela, barrio por barrio, ciudad
por ciudad, país por país; cuerpo por cuerpo, alma por alma, esperando volver a
creer en nuestras mentiras, o solamente quemamos nuestras letras, nuestras
vasijas, nuestras casas, nuestras instituciones, nuestros saberes, y
esperáramos la salida del Fuego Nuevo, del gran Sol.