Aquiles
Córdova Morán | 26 julio de 2018
Tribuna Libre.- Cada día es más claro que, por primera vez en
muchos años, hay una verdadera división en la clase dominante de EE. UU.: de un
lado, los partidarios del capital productivo, y del otro, los partidarios del
capital básicamente especulativo. Grosso modo: el capital industrial y
comercial, de una parte, y el capital bancario de la otra. Y según competentes
conocedores de la geopolítica, el presidente Donald Trump representa a los
primeros, mientras las grandes figuras del Partido Demócrata (e incluso algunos
republicanos) respaldan abiertamente a los segundos.
En la escena mundial, que es la que aquí nos
interesa, el diferendo entre las dos poderosas fuerzas norteamericanas se
traduce, según los mismos especialistas, en lo siguiente. Donald Trump y su
corriente sostienen que es hora de abandonar el imperialismo territorial, es
decir, el que exige la presencia física y el dominio político directo de EE.
UU. sobre el territorio y la población de los países débiles o menos poderosos
que él, como condición sine qua non para aprovechar sus riquezas naturales, su
mercado interno y su mano de obra. Y sustituirlo por la superioridad económica,
por mayor producción y productividad, por la innovación acelerada en calidad y
variedad de la oferta (incluso creando productos nuevos y atractivos) para
conquistar mercados y dominar al mundo sin necesidad de la manu militari. Esto
sin olvidar, desde luego, la superioridad militar absoluta, pero como recurso
disuasivo y como espada de Damocles sobre las cabezas de posibles rebeldes,
pasando a la acción solo en casos extremos.
La corriente contraria defiende, obviamente,
el empleo de la guerra, de la desestabilización e incluso de la destrucción y
el caos total de las naciones menos poderosas, para asegurarse su sometimiento
total y la explotación sin trabas de todo lo utilizable sin correr el riesgo de
protestas o levantamientos armados, encabezados por un Estado “nacionalista”
cuya existencia o reorganización no se permitiría, de ningún modo, según esta
teoría. Es la política que hemos visto aplicar en el norte de África, en
Egipto, Irak, Afganistán, Líbano, Palestina, Siria y otros.
Vistas así las cosas, la posición
imperialista del presidente Donald Trump y sus seguidores resulta más
“civilizada” y menos brutal y peligrosa que la de sus oponentes, al menos en el
corto plazo (en el largo, no podemos predecir qué sucederá), por cuanto que se
propone alcanzar el dominio del planeta por medios esencialmente económicos,
ganando los mercados del mundo con mayor calidad, menores precios y oferta más
variada, y dejando el uso de las armas sólo como amenaza o como último recurso
en caso necesario. Es así como cobran sentido y una lógica profunda muchas de
las acciones del presidente Donald Trump, que sus enemigos de dentro y de fuera
califican de “locuras”, “incongruencias”, “falta de oficio político o de
conocimientos económicos” y hasta de “traición a la patria”, por tratar mejor a
los “tiranos” y enemigos que a los aliados del país.
Una de estas “locuras”, o una “traición a la
patria” según los más viscerales, es precisamente su reciente entrevista con el
presidente ruso Vladimir V. Putin. Y es que en dicha “cumbre”, Donald Trump se
atrevió a reconocer públicamente que la famosa injerencia de hackers rusos en
las elecciones que lo hicieron presidente, es una falsedad; que no hay pruebas
de ello y que las investigaciones del FBI son un desastre. Coincidió, además,
con su homólogo ruso, en la necesidad de trabajar juntos por la distensión de
las relaciones entre ambos países y en darle continuidad a la discusión
constructiva sobre desarme, comercio, conflictos mundiales como los de Siria y
Ucrania y, en síntesis, sumar esfuerzos para alcanzar la paz mundial. Para
quien no tenga cerradas las entendederas (sea por un reaccionarismo congénito,
porque obedece “órdenes superiores” o porque trabaja a sueldo de poderosísimos
intereses políticos y económicos de alcance mundial), resulta claro que tales
acuerdos preliminares entre las dos superpotencias nucleares son un respiro para la humanidad entera; que el aflojamiento
de las tensiones entre EE. UU. y Rusia aleja el peligro de una catástrofe
nuclear que, de producirse, arrasaría con cualquier vestigio de civilización y
que, por eso (aunque no sea más que por eso), todos los seres humanos
racionales (los intereses políticos y económicos vuelven irracionales, y hasta
bestializan a muchos que, en apariencia, pertenecen a nuestra especie)
deberíamos estar satisfechos y aplaudir los frutos de vida y de paz de la
conferencia de Helsinki.
Pero, lejos de eso, los medios más poderosos
de EE. UU. se han lanzado a la yugular del presidente Donald Trump y contra la
entrevista de Helsinki y sus resultados, acusando al primero de ser amigo de
los “tiranos” y verdugo de sus aliados; de haberse “rendido” ante el presidente
Vladimir Putin al que casi “se le puso de alfombra”, y solo le faltó pedirle
una selfie como imborrable recuerdo. No se explican, dicen, cómo es posible que
el Presidente de los EE. UU. tenga más confianza en la palabra de “un tirano”
que en las investigaciones de sus propios órganos de inteligencia. Hasta donde
he podido leer, todas las críticas se mueven en el terreno del insulto y se
escudan tras la generalidad y abstracción de las acusaciones y reclamos; nadie
quiere o puede concretar en qué y por qué fue errónea y servil la conducta de
Donald Trump ante otro Jefe de Estado igual a él.
No hay más remedio que concluir, como ya lo
han hecho otros antes que yo (y más calificados que yo), que la rabia y los
irracionales ataques obedecen, justamente, al tímido y aún no materializado
primer paso hacia la distensión con Rusia. Es decir, provienen de los intereses
radicalmente opuestos a la paz en el mundo; de aquellos cuya fortuna y cuya
alma entera están por la guerra porque viven de la guerra; porque sus grandes
fábricas de armas solo encuentran suficientes compradores cuando suenan los
tambores de guerra, cuando crecen los temores de un choque armado, y mejor si
ese choque se anuncia con carácter mundial. Son los enemigos de la paz (porque
medran con la guerra) los que critican al presidente Donald Trump e insultan al
presidente Vladimir Putin por haberse atrevido a hablar de distensión entre sus
países y de trabajar unidos por la paz del mundo.
Y, por lo visto, los partidarios de la guerra
son los que gozan de mayor influencia en los medios, incluidos los mexicanos.
En efecto. Se puede buscar con la lámpara de Diógenes en la mano a algún medio,
columnista o politólogo mexicanos, de los que realmente influyen en la opinión
pública, que aplauda lo ocurrido en Helsinki o, al menos, que diga la verdad
escueta de lo ocurrido. Buscará en vano el que lo haga. Todos repiten, como
párvulos aprendiendo la tabla del dos, las mentira e injurias contra Donald
Trump y contra Rusia y su presidente, el muy inteligente y hábil estratega
político (no es mi opinión personal, es la del mundo entero, aunque pocos lo
digan) Vladimir V. Putin.
Nuestros medios informativos se han lanzado
de cabeza en la segunda “guerra fría” sin pensarlo mucho. Olvidan que, como
dijera algún filósofo y repitiera Marx, las cosas en la historia ocurren dos
veces: la primera vez como tragedia y la segunda como farsa. La segunda “guerra
fría” es la farsa, y quienes participan en ella, aunque no lo sepan, hacen el
ridículo. Acusar a Putin de “tirano” es una mentira sin sustento y un error
grotesco, copiado simiescamente de quienes dictan la línea; afirmar que la
fabricación y el comercio mundial de armas, letales como nunca, es una
necesidad frente a la ambición rusa de dominio mundial, es una tontería ab ovo
usque ad mala, como decían los antiguos romanos. Quienes lo afirman, desconocen
u olvidan que la Rusia de hoy no es la URSS de antaño, que el fantasma del
comunismo no existe más en ese país y que, si alguien no necesita conquistar
territorios, recursos naturales y mercados ajenos, esa es Rusia, que con sus
más de 17 millones de kilómetros cuadrados, es la sexta parte del globo. Que,
además, con su vecindad y amistad con China, dispone de un mercado de 1,300
millones de seres humanos con una buena capacidad de compra. ¿Qué dicen a esto
quienes pintan a Rusia y a su Presidente como aves de rapiña al acecho de
Europa?
Pero la ignorancia de los que opinan es lo de
menos. Lo importante es que, con sus mentiras, instilan sin pausa en la
conciencia del público el odio hacia los verdaderos amigos de la paz (Rusia,
China, India, Corea del Norte, Cuba, Venezuela, por decir algunos) y preparan
las mentes para aceptar, y hasta aplaudir en su caso, el desencadenamiento de
una guerra de agresión, que puede ocurrir en nuestro propio subcontinente
latinoamericano, en nuestro propio país. Insensibilizan a la gente ante el
riesgo de una hecatombe nuclear que barrería todo vestigio de vida en el
planeta. Esa propaganda mendaz nos pone a todos una venda en los ojos al tiempo
que nos empuja al abismo de la guerra. Hoy por hoy, y sin caer en la
ingenuidad, el inmediatismo o las falsas ilusiones, el mundo debe ver con
esperanza el acercamiento entre EE. UU. y Rusia; debe apoyar la política del
presidente Donald Trump por ser más racional (y por tanto más humana) que la de
sus oponentes. En una palabra, debemos estar (aunque sea solo coyunturalmente)
del lado de Donald Trump y Vladimir Putin, y en desacuerdo radical con quienes
pregonan y abanderan la guerra. Eso dicta el sentido común.