José Miguel Cobián | 11 abril de 2018
Tribuna Libre.- Toda persona en posición de autoridad comete
errores. Lo que diferencia a unos de otros es la manera como se encaran esos
errores. Algunos consideran prioridad
su EGO, y entonces se aferran al error,
buscan culpar a otros y jamás serán capaces de reconocer y rectificar,
asumiendo por lo tanto, el costo de haber cometido ese error. Otros por el contrario, cuando cometen un
error aprenden de él, y si es posible rectifican y corrigen primero el error,
con el fin de no sufrir las consecuencias de haberlo cometido.
Cuando no se rectifica y corrige un error los
costos son variables en función del nivel del personaje que lo comete. Por ejemplo un trabajador que cometa un
error grave, será seguramente despedido con las consecuencias económicas para
él y su familia. En otros casos el error
grave implica incluso daños personales, cuando ocurren accidentes de trabajo
que no son accidentes sino simples errores cometidos por el propio trabajador.
En otros casos, cuando el que incurre en el
error es una persona poderosa, generalmente quienes pagan las consecuencias son
otros. Consideremos los errores
cometidos por Napoleón en la batalla de Waterloo, quienes pagaron dichos
errores con su sangre y su vida fueron los soldados franceses. Si se trata de un capitán de industria, él
seguirá viviendo con holgura, mientras que los trabajadores despedidos a causa
de sus errores, sufrirán las consecuencias.
En el caso de los políticos, las
consecuencias de sus errores son muchísimo más graves, equivalentes a los
errores de un general en batalla, pues de sus aciertos y errores en muchos
casos depende no sólo el bienestar de sus gobernados, sino la salud e incluso
la vida misma, dependiendo del caso.
A nivel nacional hemos visto políticos
ascender y descender en la percepción ciudadana en función de sus errores,
aciertos o incluso en función del manejo de la comunicación que pudieran
tener. Así, a veces hay malos
gobernantes que conectan bien con la población, gracias a lo cual, su período
de gracia es mayor. Y hay buenos
gobernantes que no conectan con la población y resultan mal apreciados.
En cualquier caso, quien más duro paga los
errores del gobernante es el pueblo más pobre e indefenso, sin importar que
perciba que su sufrimiento se debe a decisiones del gobernante o no. Así, el gobernante en turno, cuando por una
decisión suya, percibe un descenso en el bienestar de sus gobernados, buscará
por todos los medios convencerlos de que el responsable de esa pérdida de
bienestar es un factor ajeno al gobernante, sea un enemigo externo, una crisis
externa o interna o un enemigo interno.
Ese juego de engaños para no asumir la
responsabilidad de las crisis generadas por malas decisiones de los gobiernos,
ha existido siempre. Ejemplos en la
historia antigua y contemporánea hay muchos.
Así que con un buen manejo de comunicación se puede engañar a la
población y no pagar el costo político de una mala decisión Sin embargo, el daño a esa población será
siempre de la mala decisión del gobernante, lo perciba o no el gobernado.
De ahí que el dilema que hoy enfrenta el
presidente de México es el de decidir si rectifica decisiones que a ojos de los
expertos son erróneas, o si continúa con la estrategia de convencer a las masas
de que hace lo correcto, a pesar de que las consecuencias ya se comienzan a
vislumbrar de manera alarmante en la economía y la salud de muchos mexicanos.
Hay decisiones que por haber sido utilizadas
como propaganda costarán (a precio de ego) mucho, sin embargo, es precisamente en la
rectificación de los errores, cuando se puede diferenciar a un político que
todo lo somete a un cálculo de costo beneficio para la próxima o próximas
elecciones, y un estadista, que primero piensa en el país, sin importar si
ganará o perderá la próxima elección
Hay decisiones que todavía se pueden
revertir, como la construcción del tren maya y la refinería de dos Bocas, o
reactivar la construcción del aeropuerto de Texcoco. Estas decisiones han causado la pérdida de
millones de pesos para el país, ya que frenaron la confianza y con ello el
crecimiento de la economía en aproximadamente 1.5% del PIB. A quien no maneja términos económicos está
cantidad le puede resultar irrelevante, pero si se considera que el crecimiento
podía haber sido de 2.5 o 3%, entonces se percibe la magnitud del daño. Perdemos por malas decisiones de inversión
pública de la mitad a casi dos tercios de lo que podría crecer el país. Y eso en un país con tasas de crecimiento tan
bajas es un lujo que no podemos permitirnos.
Está claro que hay un proyecto político y
quizá exista un proyecto económico en el nuevo gobierno. El uno no tendrá éxito sin el otro. El propio gobierno debe de estar interesado
en el éxito de ambos proyectos, ya que,
en caso de fracasar en lo económico, es muy probable que también fracase el
proyecto político. Hasta hoy se ha
privilegiado la política y el avance del control presidencial de todas las
instituciones, dejando de lado a la economía.
Sin embargo, no hay poder humano que permita controlar a un pueblo que
repudia a su gobierno, por haberlo empobrecido. Ni siquiera comprar el 25% del padrón
electoral mediante dinero entregado en efectivo.
Por lo tanto, el dilema está entre el amor a
la patria y el amor propio. Por el bien
de México esperemos que el presidente prefiera el amor a la patria y el
bienestar de los mexicanos.