Aquiles Córdova Morán
| 09 abril de 2015
Tribuna Libre.- Todo mundo sabe y
dice que uno de los componentes de alta gravedad en la delicada situación
política que vive el país, es la falta de credibilidad del Gobierno.
Y esto es cierto.
La inmensa mayoría de los ciudadanos tiende a desconfiar de modo automático
cuando escucha una promesa o una afirmación, pública o privada, en labios de un
funcionario público, sin distinción de niveles. Se está convirtiendo casi en un
deporte nacional el aprender a descifrar cuáles son las verdaderas intenciones,
el auténtico sentido que se oculta detrás de cada declaración emanada del
aparato de poder.
Y naturalmente que
esta reacción ciudadana no es gratuita. Se funda en una viejísima y reiterada
experiencia que de nueva cuenta está saliendo a la superficie de la sociedad.
Tanto es así, que en México se tiene por "un buen político" a aquel
que mejor sabe salir del paso con promesas y que menos consecuencias
desagradables ha cosechado por no cumplirlas.
La mentira oficial
ha sido, desde siempre,
un recurso para eludir presiones o, dicho de otro modo, un recurso para burlar
los deseos, reiteradamente
expresados, de la sociedad civil, de participar en la toma de las decisiones
más importantes que le atañen. Así, la falta de credibilidad resulta ser
síntoma y característica de un Gobierno autoritario elitista y burocratizado.
Ahora bien, la
mentira oficial, la reiterada falta de cumplimiento por parte de los
funcionarios públicos de la palabra empeñada, puede pasar desapercibida,
aparentemente, como ha ocurrido en México, en tiempos normales, en tiempos de
bonanza económica. Los programas oficiales de desarrollo, las políticas de
apoyo a los distintos sectores productivos, la leve mejoría de los niveles de
vida, resultan ser eficaces antídotos contra la inconformidad por la falta de participación
ciudadana. Esto ha llevado a muchos políticos de mentalidad metafísica a pensar
que el arte de la política puede resumirse, con independencia absoluta de
tiempo y circunstancias, en el arte del engaño, de la astucia, en el arte de
burlar al pueblo.
Y no es así. Lo que
sucede es que el consenso, la conciencia pública, colectiva, se va formando
lentamente, de manera invisible y subterránea. Es decir, requiere tiempo. Pero
una vez formada, cualquier incidente, mínimo a los ojos de cualquiera (y una
crisis como la que padecen los trabajadores no es un incidente
"mínimo" precisamente), puede hacerla aflorar, convirtiéndola en un
torrente devastador e incontenible.
Por eso resulta una verdadera
provocación la conducta de muchos funcionarios públicos que en estos días se
dedican alegremente a aplicar, en su trato diario con el público, el viejo arte
de eludir los problemas con promesas que, de antemano, tienen el propósito de
no cumplir.
Si en tiempos de
bonanza el engaño oficial se contrarresta con recursos, en tiempos de
dificultades económicas el sentido común dice que la falta de recursos debe
atenuarse con una política de sinceridad, de seriedad en los compromisos
contraídos, de respeto a la ciudadanía hablándole con la verdad. No hacerlo así,
seguir aplicando la vieja táctica de la astucia, de la añagaza, es echarle
gasolina al fuego. Ante la crisis, la política concebida como el arte del
engaño, como el arte de eludir compromisos con promesas y dilaciones, debe
terminar.