Aquiles Córdova Morán | 22
agosto de 2014
Tribuna Libre.- Me parece muy difícil que haya quien,
con razones válidas, hechos duros y argumentos de buena ley, pueda probar que
la elevación del salario mínimo, y de los salarios en general, no es una
necesidad verdaderamente real y urgente para mejorar en alguna medida los
niveles de bienestar de las familias trabajadoras, atenuar la polarización
social provocada por el abismo económico que hay entre los estratos sociales de
mayores ingresos (la ínfima minoría del país) y los de ingresos más bajos, que
forman legión, y garantizar así la estabilidad social y un funcionamiento más
terso y fluido de todo el sistema en su conjunto.
Entiendo
y acepto que “deseable” no es lo mismo que “posible”; que sólo en muy raras
ocasiones suelen coincidir ambas cosas y que, por ello, bien pudiera ser cierto
que, aun estando todos de acuerdo en la urgencia de una mejora salarial para
beneficio de todos, y no sólo de los trabajadores asalariados, esto no fuera
posible en la actual situación del país sin causar males mayores que los que se
pretende remediar. En tal caso, ciertamente, no quedaría más recurso que resignarse
ante esta amarga verdad y ponernos a trabajar duro, más duro que hasta hoy,
para que una circunstancia mejor llegue lo
más rápidamente posible. Este, u otro semejante, parece ser el punto de
vista de quienes tienen en sus manos el timón de la economía nacional, por
ejemplo, el señor director del Banco de México, quien ha salido a decir que
elevar el salario por encima de la tasa de desarrollo de la productividad
provocaría inevitablemente mayor inflación, el aumento de la economía informal
(ambulantaje) e incluso la salida de capitales. Sólo hay una manera sana y
racional, dice, de mejorar el salario: elevar previa y suficientemente la
productividad del país.
Ante
esto, se hace necesario precisar que, si bien es cierto que la productividad no
ha crecido como lo exige la competencia mundial, y que incluso ha bajado un
poco en los últimos meses, es un hecho igualmente innegable que los salarios
están, de todos modos, muy por debajo del nivel que deberían tener según esta
productividad. ¿Por qué? Porque en los hechos, su incremento no está “indexado”
a la productividad sino a la inflación, y se limita a reponer la pérdida de
capacidad adquisitiva causada por este motivo. Eso en el mejor de los casos.
Por tanto, aquí hay una razón legítima, que no contradice sino que se apoya en
la argumentación del Banco de México, para elevar los salarios. En seguida, hay
que entender que tal argumentación sólo es inobjetable si se acepta, tal cual,
el credo económico conocido como “fundamentalismo de mercado”, que no es, en el
fondo, más que el viejo liberalismo económico remozado y actualizado para su
consumo actual. La columna vertebral de tal credo es el axioma de que, para que
la economía de un país funcione sin tropiezos, crezca aceleradamente y produzca
beneficios para todos, es condición sine
qua non librarla enteramente a las leyes y fuerzas del mercado, sin
intervención externa alguna, y ante todo, sin ningún tipo de intervención
estatal. En efecto, si se incrementan los salarios y luego se deja actuar
libremente a “las fuerzas del mercado”, los señores comerciantes responderán al
incremento de la demanda de productos de consumo masivo (que fatalmente traerá
el alza salarial) de la manera más fácil para ellos: elevando sus precios en
vez de elevar su oferta hasta empatarla con la nueva demanda. Con esto,
ciertamente, desatarán una espiral inflacionaria.
Las
empresas, por su parte, libradas también a las “leyes del mercado”, no querrán
absorber el incremento salarial mediante una reducción moderada de sus
utilidades; sin pensarlo dos veces, trasladarán el incremento a los precios de
sus productos y, con ello, contribuirán a acelerar la inflación. Por otro lado,
procurarán ahorrarse salarios recurriendo al despido masivo de obreros; con
ello incrementarán la tasa de explotación de los que queden, elevarán el
desempleo y, por esa vía, reforzarán las filas del ambulantaje, como teme el
señor director del Banco de México. Finalmente, si a pesar de todo sus
ganancias se ven mermadas, u olfatean una oportunidad mejor, tomarán el camino
del extranjero provocando una desinversión en el país e incrementando así el
desempleo y el ambulantaje. Nadie duda que, en una economía “de libre empresa”,
los inversionistas privados pueden desencadenar, si se lo proponen, una crisis
económica y política de grandes proporciones en cualquier país, con sólo
llevarse sus capitales a otro lado.
¿Qué
necesidad hay de correr todos estos peligros, dirán los opositores al
incremento salarial, si tenemos a mano el recurso infalible de elevar la
productividad antes de elevar el salario? Pero aquí se antoja una pregunta
crucial: ¿y por qué no se ha hecho hasta hoy? ¿De quién es la responsabilidad
de llevarlo a cabo? Veamos: grosso modo,
más productividad es fabricar más mercancías, más productos que antes, en el
mismo período de tiempo (un día, una semana, un mes o un año); y esta
producción mayor depende de muchos factores. Echemos por delante al trabajador:
mejor preparación, mayor destreza, mayor intensidad y velocidad del trabajo,
menos “tiempos muertos” durante la jornada. Pero no basta; hace falta, además,
abasto y calidad suficientes de materias primas y auxiliares; mejores
comunicaciones terrestres, aéreas y marítimas; mejores medios de transporte;
mejor organización y división técnica del trabajo dentro de la empresa y, por
encima de todo, maquinaria moderna y eficiente que haga más sencillo y veloz el
trabajo del obrero. Como se ve, de seis factores enumerados, uno depende de los
obreros y cinco son responsabilidad de los empresarios y del Estado; por tanto,
son estos últimos los responsables de la baja productividad del país y los que
menos derecho tienen, en consecuencia, a esgrimirla como razón para oponerse al
incremento salarial.
Añadamos
todavía que responder a un incremento de la demanda elevando los precios y no
la producción, sólo se justifica cuando el aparato productivo trabaja a su
plena capacidad instalada y no puede, por tanto, estirarse más, que no es el
caso de México; que las empresas pueden absorber el incremento salarial aceptando
una reducción mínima de su utilidad ante la urgencia y necesidad de la medida
y, por último, que es falso que el aumento salarial esté condenado a ser
siempre la consecuencia de la mayor
productividad, olvidando adrede que puede (y a veces debe) ser al revés, esto
es, la causa de una mayor
productividad, tenemos por fuerza que concluir que, si bien no es serio negar
las graves dificultades y peligros que entraña un incremento salarial en el
país, también es cierto que tales obstáculos no son imposibles de vencer y que,
a la vista del inocultable avance de la pobreza y la marginación, que amenaza
la paz y la estabilidad social, deben necesariamente salvarse y elevar los
ingresos de los trabajadores, de manera sustancial y a la mayor brevedad
posible. Gobierno, comerciantes, empresas y bancos, tienen que ponerse de
acuerdo para garantizar que no habrá elevación de precios, despidos masivos ni
fuga de capitales; y que trabajarán coordinados y a toda velocidad para
materializar los factores de la productividad que de ellos dependen, si quieren
que la reducción de sus ganancias sea temporal y de corta duración. Los
obreros, bien pagados, no necesitan nada más para poner la parte que les toca y
para elevar su productividad al nivel de las más altas del mundo.