Aquiles Córdova Morán | 18 abril de 2017
Tribuna Libre.- Hace pocos días, en una comparecencia ante el
Senado norteamericano, el Secretario de Seguridad Nacional de EE.UU. dijo al
influyente senador John McCain que la próxima elección de Presidente de la
República que llevaremos a cabo los mexicanos en 2018 encierra para su país el
peligro del posible triunfo de un candidato de izquierda con el cual será muy
difícil establecer acuerdos de cooperación, e incluso dar continuidad a los ya
existentes. Aseguró el Secretario que esa eventualidad no sería buena ni para México
ni para Norteamérica. Tales declaraciones constituyen, a todas luces, una
abierta intromisión en nuestros asuntos internos, es decir, que se trata de una
flagrante violación a la soberanía nacional. La Cancillería mexicana y el
candidato aludido, el morenista Andrés Manuel López Obrador, respondieron a la
agresión. La primera, de modo oportuno y mesurado, reclamó respeto al proceso
electoral, el segundo se limitó a asegurar que no es enemigo de los Estados
Unidos, lo cual nos deja en ayunas sobre lo que debemos esperar con relación a
los problemas bilaterales en caso de que López Obrador sea el nuevo Presidente
de la República. Además, priva al electorado de una valiosa información,
necesaria para orientar su decisión a la hora de emitir su voto.
Pero volviendo al tema de mi artículo, quiero
decir que la reacción que ha provocado entre nosotros la intromisión
norteamericana, incluida la respuesta de la Cancillería y la de López Obrador,
no me parece suficiente en absoluto. Para aclarar mi punto de vista, creo útil detenerme un poco
sobre lo que entiendo por nacionalismo, por soberanía nacional, en estos
nuestros calamitosos tiempos, como diría Cervantes. Comenzaré diciendo que el
nacionalismo, como toda categoría que quiere expresar la relación entre dos
cosas, dos hechos o dos fenómenos, puede y debe observarse desde un doble
ángulo: el de uno u otro de los objetos relacionados. Visto así el problema, se
pueden distinguir por lo menos dos nacionalismos bien diferenciados: el de las
naciones ricas y desarrolladas y el de los países pobres, débiles y
subdesarrollados. Cada uno de ellos refleja la naturaleza y los intereses
profundos de la sociedad que le dio origen: el primer nacionalismo es agresivo,
dominador y expansionista, mientras que el segundo, por el contrario, es
pacífico, defensivo, solidario e inclinado a defender un derecho igual para
todos los pueblos de la tierra.
No es difícil demostrar que, salvo por
ciertas ventajosas condiciones de suelo, clima y ubicación geográfica, el
exitoso desarrollo temprano de las naciones ricas no es fruto exclusivo de su
esfuerzo nacional ni menos de una “superioridad racial” o “intelectual”
científicamente insostenibles, sino de la contribución forzosa que desde el
principio hicieron las naciones pobres a ese desarrollo al precio de su rezago
político, científico y cultural. El florecimiento del capitalismo inglés, por
ejemplo, el primero en alcanzar la fase de la industria maquinizada y luego la
fase imperialista propiamente dicha, no habría sido posible sin el abasto de
alimentos que le garantizaba una agricultura asiática sometida al régimen de
servidumbre, régimen fomentado y apoyado por los capitales industriales y
comerciales de Inglaterra para asegurarse alimentos y materias primas baratos y
suficientes. Para nadie es un secreto, además, que sin el azúcar, el tabaco, el
café, el arroz y el algodón de la India, Egipto y los países colonizados en
América por los españoles, la economía inglesa jamás habría llegado a ser “el
taller del mundo”, como ellos mismos se llamaron. Sobre todo la industria
textil inglesa, madre de toda su industria posterior, nunca habría sido lo que
fue si el algodón de Egipto y de América no le hubiera permitido sustituir los
tejidos de lana, caros y escasos, por la producción masiva de tejidos de
algodón, más baratos y abundantes. Las “razas superiores”, pues, le deben esa
“superioridad” al hambre y a las privaciones de las “razas inferiores”, a las
que tanto denigran y desprecian. Para justificar la expoliación de los países
situados allende sus fronteras, los ideólogos del capital tuvieron que devaluar
su nacionalismo espontáneo, es decir, suprimir su sentido de pertenencia y de
propiedad respecto a las riquezas naturales del suelo que habitaban,
difundiendo en su lugar la idea de que esas riquezas pertenecían a toda la
humanidad y debían servir para el bienestar de todos. Y, puesto que sus
poseedores naturales no estaban capacitados para explotarlas, las naciones
avanzadas debían hacerlo en su lugar. La colonización, los protectorados, las
conquistas militares que padecieron los pueblos de Asia, África y América
Latina a partir del siglo XVI y hasta bien entrado el siglo XX, se justificaron
con dos argumentos igualmente falaces: el bienestar de toda la humanidad y el
altruismo de las naciones civilizadas para compartir su cultura y su
civilización con los pueblos atrasados. Así se obligó a las cuatro quintas
partes de la humanidad a financiar, desde el principio, la prosperidad de la
quinta restante, al precio de su propia miseria material y del sacrificio de su
desenvolvimiento cultural por la imposición violenta de un modo de vida ajeno a
ellas.
Pero llegó la reacción; se generalizaron las
luchas de liberación nacional alentadas por los vientos de libertad que
llegaban del bloque socialista encabezado por la URSS, y hubo que cambiar de
táctica. Aprovechando la “guerra fría”, se desencadenó una tempestad
propagandística en contra de “la dictadura comunista y atea” de la URSS y
aliados, al tiempo que se elevaba a la democracia occidental al rango de único
sistema compatible con la naturaleza humana. En nombre de los “valores del
mundo libre” se perpetraron infames guerras de conquista y se llegó al absurdo
de derrocar gobiernos legítimos, pero insumisos al capital, para poner en su lugar
feroces dictaduras militares argumentando que garantizaban “los valores del
mundo libre”, aunque la verdad era que servían mejor a los intereses del
capital monopolista que pretendía y pretende adueñarse del mundo entero.
Llegaron las protestas y las luchas en defensa de la soberanía nacional y la
autodeterminación, luchas que generaron una gran inestabilidad incompatible con
el buen funcionamiento del sistema de libre empresa. Sonó entonces la hora de
los tratados comerciales entre economías desiguales, “asimétricas” como suele
decirse, tratados pensados para permitir la invasión unilateral de mercancías y
capitales provenientes de las potencias, ya que los países pobres no pueden
hacer otro tanto con los países ricos.
Y también para abrirle paso a este “libre
comercio” unilateral hizo falta desprestigiar el nacionalismo de los débiles
acusándolo de anacrónico, excluyente, chovinista, etc., y aconsejando a los
países sometidos que se olviden de zarandajas como la soberanía y la libre
autodeterminación y solo se ocupen del comercio desigual con los tiburones
mundiales. Se trata, otra vez, de derribar el único y último muro de defensa
contra la invasión y conquista económica de los ricos. El poderoso aparato
mediático del imperio ha logrado imponer lo que parecía imposible: que los
pueblos repudien el nacionalismo suyo e ignoren al mismo tiempo que los
desarrollados los explotan en nombre de ese mismo nacionalismo que a ellos les
afean y prohíben. Precisamente por eso, lo bueno de Trump es que ha vuelto a poner
en el centro de la escena el verdadero significado del nacionalismo al haber
diseñado su plan de campaña y de gobierno haciendo eje en los intereses
nacionales de EE.UU. Acaba de lanzar un ataque filibustero contra Siria,
disparando sobre esa nación pobre y pequeña 59 misiles de Crucero tipo Tomahawk
que, según los expertos, equivalen a dos bombas atómicas como las lanzadas
contra Hiroshima, y se ha apresurado a declarar que lo hizo “en defensa de los
intereses de Estados Unidos” (¡ojo! de EE.UU., no del mundo; ni siquiera “del
mundo libre”). Trump, pues, es nacionalista y no se recata para proclamarlo
“urbi et orbi”. Eso nos obliga a preguntarnos: ¿Y nosotros por qué no somos tan
nacionalistas como él? Si el nacionalismo es bueno para EE.UU., ¿por qué no ha
de serlo para México, aunque el nuestro tenga poco que ver con el de Trump?
Como dije al principio, la Cancillería
mexicana protestó sensata y oportunamente contra la intromisión del Secretario
de Seguridad norteamericano, pero dije que, a mi juicio, eso no basta. Ahora
creo estar en condiciones de explicar por qué. A la vista de lo dicho, es claro
que no se trata de una violación errónea o coyuntural de nuestra soberanía
nacional; ésta se haya enajenada a favor del imperio desde hace tiempo y de manera
integral. Por tanto, hace falta una política nacionalista permanente y también
integral, firme y consecuente, que actúe enérgicamente siempre que ocurra una
violación del tipo que sea o cuando haya peligro de sufrir atropellos o
intervenciones extranjeras lesivas a nuestra soberanía y a nuestro derecho a la
libre autodeterminación. Hace falta, además, plena decisión y congruencia para
solidarizarnos con los países débiles de América Latina y el mundo que son
agredidos o amenazados de sufrir iguales violaciones. En particular, debemos
dejar de cometer la incongruencia de sumarnos a las campañas y maniobras
intervencionistas en contra del gobierno legítimo de Venezuela, orquestadas por
el imperialismo, pues de seguir haciéndolo, perderemos el derecho moral a
protestar cuando los agredidos seamos nosotros. No debemos olvidar la sentencia
bíblica: “No hagas a otros lo que no quieras para ti”.