Aquiles Córdova Morán | 14
noviembre de 2014
Tribuna Libre.- Antes de escribir una letra sobre el tema de
hoy, quiero dejar asentada, con toda claridad y precisión, la condena radical,
sin ningún género de matices ni atenuantes, de la tragedia nacional ocurrida en
Iguala, Guerrero, cuyo desenlace definitivo parece que debemos aguardar hasta
en tanto no den su dictamen final los peritos y especialistas que trabajan en
ello, por parte mía y de todo el antorchismo nacional. También quiero subrayar
aquí, como grabada con fuego, nuestra exigencia incondicional de que los
nefandos y espeluznantes sucesos de que hablo se investiguen en serio ¡siquiera
sea por una vez en nuestra historia reciente! hasta descubrir, detener y
castigar conforme a la ley, a toda la cadena de criminales que se atrevieron a
tanto, desde el primero y más bajo hasta el último y más encumbrado eslabón
(que no creo, diré de paso, que sean el ex alcalde de Iguala y su esposa),
porque así lo exige el mínimo espíritu de verdadera justicia y porque sólo eso
puede, quizá, aplacar los ánimos y devolver la tranquilidad a nuestro
convulsionado país.
Pero a renglón seguido debo hacer algunas
aclaraciones. 1) Esto no es todo lo que pensamos y tenemos que decir sobre este
y otros graves sucesos de parecida índole que se han venido sucediendo, cada
vez con más frecuencia y mayor virulencia, a lo largo y ancho del país. Hay
algo más. Sin embargo, no lo diré hoy porque resulta evidente que no es el
momento de hablar con toda franqueza, de modo completo e integral, de nuestro
punto de vista, sin arriesgarnos a una mala inteligencia del mismo y a provocar
no sólo el escepticismo y la sospecha de algunos, sino incluso el rechazo
radical de quienes, profundamente lastimados por las presentes circunstancias,
no están en condiciones de reflexionar sobre planteamientos o formulaciones que
no se pronuncien sobre la aparición con vida de los jóvenes secuestrados, sobre
la condena radical a sus victimarios y sobre la exigencia de una justicia
rápida y efectiva a quienes tienen el poder y el deber de hacerlo. Justo por
eso, prefiero dejar mi pronunciamiento en los términos en que ya queda
expresado renglones arriba, bien entendido que no es, en ningún modo ni medida,
incompatible con lo que guardo para mejor ocasión.
2) Los antorchistas no consideramos cumplido
nuestro deber de solidaridad con los débiles, atropellados y menospreciados en
todos los terrenos, que hay en nuestro país, por manifestarnos en los términos
que aquí lo hacemos. No creemos que eso sea todo lo que nos corresponde hacer. Lo nuestro, en efecto,
nunca ha sido irnos a la cargada; alzar la voz allí donde lo han hecho ya miles
de gargantas; repetir a coro lo que muchos ya dijeron antes que nosotros, solo
para “quedar bien”, para “maquillar nuestra imagen” y para sacar provecho
político de una tragedia, aunque sea para ponerlo al servicio de las causas
populares que defendemos. Siempre hemos creído que la mejor y más eficaz manera
de apoyar todas las luchas sociales justas, de respaldar con efectividad a
otros luchadores (aunque nadie lo haga con nosotros, como quedó plenamente
demostrado con el secuestro y asesinato de don Manuel Serrano Vallejo, que
tiene muchos puntos en común con la tragedia de Iguala) que siguen un camino
distinto al nuestro pero que van tras el mismo ideal, es trabajar
cotidianamente, sin pausa y sin desmayo, para despertar la conciencia de los
oprimidos y marginados y organizarlos bien, firmemente, para intervenir en los
destinos nacionales y reconducirlos
hacia la equidad y la justicia social. Eso pensamos y eso hacemos día
con día, aunque muchos no lo entiendan así y nos ataquen y satanicen por eso.
3) Este artículo no busca dar lecciones a
nadie sobre lo que debe hacer y cómo hacerlo; no es una receta para enfrentar
crisis difíciles como la que actualmente vive la nación entera; y menos aún es
un sermón “contra la violencia”, de esos hoy tan de moda que buscan convencer a
los heridos y agraviados de que renuncien a sus protestas, o a que las hagan
“pero pacíficamente”. A los antorchistas siempre nos ha repugnado el pacifismo
hipócrita, unilateral y superficial, que condena sólo la violencia que viene de
la lucha popular, pero nunca (o muy pocas veces) la que viene de otros sectores
sociales con más poder político o económico; reprobamos a quienes se
escandalizan con lo que hace “la chusma”, pero guardan un silencio cómplice
sobre la violencia social integral que se ejerce contra los pobres y marginados
privándolos de lo más indispensable como es el empleo, el salario remunerador,
la educación, la salud, la vivienda, el agua potable y todos los servicios que
hacen menos dura la vida. Sostenemos, en cambio, que los actos violentos de la
masa deben verse, siempre, sólo como chispazos, como relámpagos de advertencia
de que allá, en lo hondo de la sociedad, se prepara una tormenta, una grande y
devastadora tormenta que requiere de total e inmediata atención.
Hechas estas precisiones necesarias, ya puedo
pasar a mi tema con más fundada esperanza de no ser mal interpretado. Pienso
que, independientemente de lo justo de su causa y del carácter comprensible,
disculpable y hasta tolerable de sus acciones, de todos modos el ataque,
destrucción material e incendio de edificios públicos y privados y de diversos
tipos de instalaciones por parte de los ofendidos por el caso Iguala, visto
desde un punto de vista analítico, sereno y objetivo, resulta ser,
irremediablemente, un quid pro quo,
esto es, un equívoco que consiste en tomar una cosa por otra, en confundir algo
con lo que no es. Tomo como ejemplo para explicarme la fase Ludita de la lucha obrera:
los trabajadores ingleses, desplazados de sus empleos por máquinas cada vez más
abundantes y perfeccionadas en los albores del maquinismo industrial, se
lanzaron a la destrucción material de las mismas creyendo que eran ellas las
culpables del desempleo y la pobreza que se generalizaba en sus filas. Su error
consistió en confundir a la máquina con el patrón, es decir, en culparla de
aquello que, en realidad, no era más que la consecuencia de la voracidad del
capital por la máxima ganancia. Lo único que consiguieron fue que a la pobreza
y el hambre se sumara la feroz represión del Estado.
Pues bien, hoy estamos ante una confusión
casi idéntica: los lastimados y furiosos familiares de los estudiantes
secuestrados, junto con maestros y grupos sociales representativos que los
respaldan, se han lanzado contra edificios públicos y privados, oficinas y
sedes de congresos estatales y de partidos políticos, palacios de gobierno
incluido el Palacio Nacional, etc., como si fueran estos, y no sus ocupantes,
los responsables de la tragedia. Y a mí me preocupa este quid pro quo por dos razones. 1) Porque el error vuelve estéril la
lucha de los inconformes al dejar intacta, intocada, la estructura económica,
social y política del sistema, a cambio de dañar bienes materiales. Al final,
la inutilidad del esfuerzo acabará decepcionando a los mismos que lo impulsan,
no sin antes enajenarles la simpatía del pueblo, tan necesaria en estos casos,
que ve y no entiende la naturaleza de sus acciones; 2) porque si bien es obvio
que hoy el Estado no puede reprimir “los desórdenes” porque calcula que, de
hacerlo, perderá más de lo que puede ganar, la ecuación puede cambiar si las
protestas rebasan toda medida y traspasan la barrera de lo tolerable colocando
al gobierno ante la alternativa de hierro: o restablecer el orden al precio que
sea, o rendirse sin más a sus opositores. Y no hay duda de que optará por lo
primero. Caeremos entonces en el peligro de la militarización total, y aun de la
fascistización del país. ¿Están conscientes de esto quienes desafían al poder
público? ¿Están preparados para una eventualidad semejante? Y esto no es un
asunto que competa sólo a ellos, sino al pueblo en general, porque, una vez
desatada la furia represiva del gobierno, no habrá distinción de matices ni de
posturas ideológicas; todos seremos enemigos y, como siempre, los justos (el
pueblo pobre y olvidado) pagarán por los pecadores (los criminales y sus
poderosos padrinos). ¿Es eso lo que necesitamos para salir de la crisis? No lo
creo.