Aquiles Córdova Morán | 01
julio de 2015
Tribuna Libre.- Hace dos o tres días escuché decir a un
comentarista en un noticiario nocturno de la televisión que los profesores de
la CNTE, en particular los de Oaxaca que son los más agresivos, “envilecen el
recurso de la protesta”. A mí me parece que, en efecto, si no se pierden de
vista el carácter violento de sus manifestaciones; el daño a importantes
edificios públicos, centros comerciales, casetas de cobro, aeropuertos e
infraestructura urbana; lo desmesurado (irracional, dicen algunos) de sus
exigencias que, por lo mismo, resultan imposibles de cumplir para un gobierno
que quiera mantener un mínimo de autoridad y respeto de sus gobernados; las
agresiones abusivas a la fuerza pública (desarmada y con órdenes de no
responder a la violencia con violencia); el daño irreparable, en fin, a la
educación de los hijos de los más pobres y desamparados del país, es posible (y
quizá ineludible) convenir con el comentarista aludido, sin por ello colocarse
del lado de los enemigos de la lucha popular.
Pero, aparte de esto, veo otra razón para
estar de acuerdo con el comentario en mención. Con total independencia de si su
autor tuvo esa intención o no, es evidente que su fórmula implica dos juicios
muy valiosos para los luchadores sociales de este país, y para la opinión
pública en general. El primero es el reconocimiento (implícito, repito) de que
no todas las protestas son lo mismo ni merecen, por tanto, el mismo
tratamiento; que una protesta que reivindique demandas legales y legítimas,
mesuradas y dentro de las posibilidades y las atribuciones de la autoridad,
respetuosa de la ley y de los intereses de la colectividad, es no sólo
tolerable sino un derecho legítimo, inalienable de todo mexicano que tenga
motivos ciertos para inconformarse, derecho que nadie puede negar ni conculcar
sin incurrir en responsabilidad. De esto se sigue necesariamente el segundo
juicio, esto es, que no toda protesta es condenable per se, sólo porque causa molestias involuntarias a terceros
(inevitables además si ha de respetarse el pleno ejercicio de este derecho), o
porque altera la buena digestión de un señor funcionario que no ha sabido
atender a sus responsabilidades. De la fórmula que cito se concluye, pues, sin
violentar la extensión del juicio, que para reprobar una protesta e invocar la
intervención de la autoridad para reprimirla, hace falta, primero, estudiar la
naturaleza y legitimidad de sus peticiones, y luego, demostrar que sus
procedimientos y recursos de lucha están fuera de la ley son constitutivos de
delitos y agravian a la sociedad.
Yo opino que si así ocurriera en los hechos,
que si todos aquellos que tienen que ver con la calificación de una protesta y
con la atención que merecen sus reclamos (desde los medios de difusión, los
columnistas, los articulistas y formadores de opinión, hasta los funcionarios
de todo rango que tengan que ver directa o indirectamente con los problemas y
con su solución) calibraran con cuidado la índole de las quejas, la justicia y
viabilidad de las soluciones que se proponen y el comportamiento de los
manifestantes, antes de comenzar a satanizar y amenazar a los organizadores y a
sus seguidores, y obraran en consecuencia, mucho ganaríamos todos. Ganarían la
paz y la tranquilidad sociales, los funcionarios y su imagen pública, los
famosos “derechos de terceros” y, sobre todo, ganaríamos todos con la
disminución de las tenciones y de la crispación sociales, que se agravan
inevitablemente cuando a la pobreza, a la marginación y a la falta de
oportunidades para una vida mejor, se añade la sordera, la prepotencia y el
autoritarismo de los gobernantes, la conculcación de los derechos populares
elementales y el ataque, la calumnia y la amenaza contra quienes tienen el
valor de inconformarse, en lugar de otorgarles la comprensión y las soluciones
que buscan.
Los antorchistas hemos padecido, desde
nuestro nacimiento a la vida pública, ambos tipos de miopía política, de
tratamiento errado a nosotros como organización y a nuestras demandas sociales
y económicas. En efecto, a pesar de nuestros esfuerzos, absolutamente
intencionales y conscientes, por dejar constancia del carácter pacífico y
respetuoso de nuestras marchas, mítines y plantones; a pesar de que somos la
única organización que puede meter cien mil manifestantes a la capital del país
sin que haya un solo vidrio roto, una sola fachada pintarrajeada, un solo
comercio saqueado o un solo policía descalabrado; a pesar de que en nuestras
consignas y discursos evitamos substituir el razonamiento lógico y las pruebas
factuales del derecho que nos asiste por la estridencia verbal, el insulto, la
burla y el escarnio de funcionarios mayores y menores, no hay un solo medio, un
solo comentarista, un solo funcionario que nos haga justicia a este respecto,
que reconozca la diferencia de nuestro comportamiento respecto a otras marchas
y a otras organizaciones. Muy lejos de ello, venga a cuento o no, sea cierto o
una pura invención mediática, no hay nota, columna, editorial o artículo que
hable de las marchas y sus consecuencias en que no aparezca Antorcha, metida
allí con calzador por el autor y puesta a
fortiori en el mismo plano, o en un plano aún peor que los grupos más
violentos que todos conocemos. Se nos inventan invasiones de terrenos, despojos
de viviendas, bloqueos de carreteras y autopistas, vandalismo contra oficinas y
comercios, etc., todo ello sin prueba alguna y con el claro y único fin de
manchar nuestra imagen y de sembrar en nuestra contra el odio y el rechazo de
la población.
Más elocuente es lo que ocurre con nuestras
demandas. Aquí también, jamás, nunca, nadie (medio informativo, periodista o
funcionario) se ha tomado la molestia de abordar la naturaleza de nuestras
peticiones, la legalidad, pertinencia y justicia subyacentes a tales reclamos.
Y menos hay quien reconozca nuestra paciencia, racionalidad y voluntad
negociadora que, de saberse por la opinión pública, pondría en claro de quién
es la responsabilidad de que la gente se desespere y tome la decisión de salir
a la calle a protestar. Los medios nacionales ya tienen hecho su caminito, el
que les reditúa aplausos, premios, dinero y prestigio: ignoran olímpicamente,
sin pudor, sin ética y sin la mínima honradez intelectual, el contenido
económico y social de nuestras movilizaciones y se vuelcan de lleno y al
unísono a exagerar el “caos vehicular”, las “molestias a ciudadanos ajenos al
problema”, a disminuir desvergonzadamente el número de los asistentes y a
repetir las viejas, manidas y desprestigiadas calumnias en contra nuestra.
Curiosamente, todos ellos muestran más respeto y objetividad al reseñar las
hazañas de quienes “vandalizan” la vida nacional (por miedo quizá), que por los
pacíficos, pacientes y racionales antorchistas.
Y sin embargo, no hay duda de que el país
hace agua por todas partes; de que la pobreza y la desigualdad crecen con cada
hora que pasa y que, con ello, se frena el crecimiento económico, se deteriora
el tejido social, se abren paso la violencia y la inestabilidad y aumenta el
desencanto de la gente hacia la democracia y hacia las instituciones. Y no hay
duda tampoco de que esto tiene una sola causa: el anacrónico fundamentalismo de
mercado, el modelo neoliberal que, lejos de acelerar el crecimiento del PIB y
de favorecer el reparto equitativo de la renta nacional, reduce dicho
crecimiento, favorece la desmedida concentración del ingreso e incrementa la
desigualdad y la pobreza, cerrando así el círculo diabólico que nos empuja
hacia el abismo. Y es en esta situación, en este contexto que nadie puede
negar, donde cobra sentido y racionalidad la lucha de los antorchistas, cuyas
demandas y protestas públicas no buscan otra cosa que paliar los brutales
contrastes de una economía librada a las ciegas leyes del mercado, que no
tienen, como es natural, ni ética ni sentido de la justicia social. 150 mil
antorchistas se darán cita este próximo 1 de julio en la capital del país, para
hacerse oír y para tratar de sensibilizar a las más altas autoridades de la
nación del peligro que corremos todos si no se hace algo rápido y eficaz para,
al menos, ralentizar el pernicioso proceso. Tres meses de plantón frente a
SEGOB y dos marchas multitudinarias anteriores, no han obtenido hasta hoy
ningún resultado tangible.